Conocí a Milagros, la gitana, en la frontera del pueblo y las tolderías. Ella cruzaba el camino con sus abalorios de vidrio y sus enredos de cadena, sus polleras transparentes, su trenza desmandada y sus ojos de gata. Yo no hallaba el sentido hacia ningún pensamiento claro y andaba, con los pasos perdidos, remontando la arena, extraviado en los andurriales como si el tiempo no hubiese pasado en las últimas tres centurias. No pude evitarla porque ya estaba encima cuando alcancé a olerla y la vi recién cuando, tras presentirla en el tufo, tuve la certidumbre de su cuerpo acre al alcance de la mano. Ella sola parecía un planeta diferente orbitando el sol de la media tarde que le sacaba lumbre a los zarcillos y a los anillos de mala fama. Parecía que el fuego la envolvía, y que su fuego deshacía mi hielo. Me ofreció la ranura de las piernas cubiertas de un vello oscuro y salvaje señalándola con uno de sus dedos ensortijados. Imaginé que por allí habría pasado tantas veces el amor que ya debía habérsele vuelto rutina el trance de convidarlo a ciegas al primero que se le presentara. Leyó mi torpeza como una negativa y entonces me quiso dar a conocer el destino. No supe cuál de los dos convites me supo más terrible: si el de aventurarme a la zozobra de un cuerpo ajeno y regalado o el de sondear en los vericuetos vedados del porvenir. Ambas sensaciones conocieron el mismo galopar de mi corazón asustado. No fui yo sino otro, más cobarde y remoto, el que se dejó estar a la deriva de las pulsaciones profundas. Y fue ella, Milagros, la que entendió la turbación con su sabiduría oriental. Supo, sin equivocarse, medir su asalto al quitar la mano de la intimidad sin calzones y tomar la mía volteando la palma expuesta hacia arriba. Su olor inseparable a humos y humedades se fue enroscando en mis dedos entregados, en mis líneas inexpugnables, en mis articulaciones temblorosas, en mi brazo rígido, en mi hombro riguroso, en mi cuello sofocado, en mi mentón anhelante, en mi boca cerrada, en mi nariz abierta sin postigos para vedar la irrupción de ese azufre torrencial. Tampoco eran mías las venas ni la sangre estancada en los laberintos enmarañados bajo la piel. Y de tanto sentirme extraño en el cuerpo propio y en el mismo instinto conocí la certidumbre de la sumisión.
Milagros habló y su susurro se fue con el viento y con las palomas. O se escapó para regresar a habitarla, adentrándose en sus ojos amarillos, volviéndose un círculo que avanzó para cerrarse en su partida. Volvió a masticar unas palabras de baraja y de yuyo, y de llave abriendo el porvenir. Con el aire de los sonidos me llegaron los rastros de un tabaco anidado en su lengua. El idioma de sus labios era un balbuceo mezclándose con jergas de nómade. Talló en la verba espadas, oros, copas y palos. Me habló de palabras redentoras y de un destino de escribiente, y fue lo único que alcancé a descifrar porque eran vaticinios que yo ya conocía.
Crédito y Fotos: Fernando Marchi Schmidt