Desde chiquita hizo deporte: hockey y vóley eran sus preferidos. El 22 de julio de 2006, un accidente en la ruta la dejó en silla de ruedas. Atravesó su duelo, volvió a erguir la cabeza y se anotó en básquet en Cilsa. Hoy integra la selección nacional y entrena febrilmente con la mirada fija en un objetivo: llegar a los Panamericanos de Canadá 2015.
“Merecer la vida
Es erguirse vertical
Más allá del mal de las caídas”
(Eladia Blázquez)
Iban las tres en el Clío, paveando. Eran las tres y media de la tarde de un sábado. Circulaban por la ruta que va desde la 19 hasta Franck, que en ese momento estaba muy deteriorada. Las esperaba un partido de hockey. Tati iba atrás, en el medio, haciendo planes para juntar plata: quería cambiar el auto. “Esas cosas que una piensa”, dice hoy, con el manto de relatividad que brindan los años.
Sus dos amigas se reían, comentaban cosas. Ellas se habían puesto el cinturón, Tati no. El reloj quedó clavado en ese momento: como en la escena de una película, los segundos siguientes fueron en cámara lenta. Tati lo recuerda todo: el solazo a la derecha, el pavimento roto, el auto despistando y dando tumbos, el árbol enorme que aparece ante su vista y la sensación de que todo termina allí.
Desde ese momento María Itatí Castaldi fue otra. “Antes” y “después” parecen categorías vacías: solo toman sentido cuando un rayo parte la vida en dos. “Me miré al espejo y me dije: o me tiro en una cama a morirme, o empiezo de nuevo”, dice. Y entonces decidió volver a nacer.
EL OBJETIVO
Tati va y viene con su silla de ruedas por la amplia cocina. Prepara el mate dulce, espera la pava silbadora, conversa. Le duran los colores en las mejillas: acaba de llegar del entrenamiento y la ducha no ha logrado aplacar el sofocón.
Tiene 48 años y una agenda cargada. Cada quince días tiene concentración de la Selección Argentina de Básquet Paralímpico, con Carlos Cardarelli, el entrenador porteño. El fin de semana entrenaron en Rosario: allí fueron las chicas de Tucumán, de Santiago del Estero, Santa Fe, Córdoba, Buenos Aires. Su horizonte está bien definido: del 7 al 15 de agosto se realizarán, en Toronto, los Juegos Panamericanos. Ella quiere, con toda su alma, estar ahí.
Tati empezó a jugar al básquet en 2011. La primera invitación había llegado en 2006, cuando todavía estaba internada en el hospital Vera Candioti. Durante mucho tiempo se resistió: jugadora de hockey de toda la vida, no terminaba de encontrarle la gracia al deporte.
Como parte de la rehabilitación empezó a hacer natación; después hizo remo. Ninguno la convencía: “Eran deportes muy solitarios, a mí me gusta jugar en equipo”, dice. Hasta que decidió, por fin, aceptar la invitación de Cilsa y elevar la mirada al aro.
El grupo de hombres y mujeres, desde 14 años en adelante, le encantó: sintió que estaba en el lugar adecuado. Un año después, llegaría la invitación a integrar la selección nacional. Esta vez no dudó:
– Yo voy.
Calzarse la celeste y blanca junto a otras tres compañeras santafesinas fue pintarse el orgullo en la piel. “Llevar la camiseta argentina fue un sueño de toda mi vida, en los distintos deportes que practiqué. Y vino por el camino menos pensado”, reflexiona. Y dice que la vida da tantas, tantas vueltas.
LA VUELTA
El recuerdo de ese día no le quita la sonrisa. Sólo fija la mirada y cuenta: “Era 2006, íbamos a jugar a Franck. Yo era del Club Ferroviario: me encantaba. Era un grupo hermoso. Cuando veo que el auto derrapa, yo me abrazo al asiento de adelante. Empezamos a girar, veo un árbol, cierro los ojos y digo: ya está”.
La escena funde a negro: al despertar, Tati se encuentra en el piso, con gente que grita su nombre. Sus compañeras, que venían en otros autos, tratan de hacerla reaccionar. Ella grita automáticamente:
– No me toquen.
Hoy se ríe: “Era lo único que decía: no me toquen, no me toquen. No sé por qué, pero eran las únicas palabras que me salían”.
“Fue la peor sensación de mi vida: yo estaba despierta, miraba todo, pero no sentía el cuerpo. Sólo la cabeza. Y me desmayaba a cada rato. Cuando recuperé las sensaciones, lo primero que sentí es fuego en la espalda. Me quemaba tremendamente”, revive.
Un bombero de Franck, Coqui, que después se convertiría en amigo, la tranquilizó: “Vos no te preocupes, nosotros sabemos lo que hacemos”, le dijo. Tati entonces se desmayó por última vez y despertó en la clínica.
Las amigas no sufrieron mayores consecuencias, porque quedaron dentro del habitáculo. Tati salió despedida. El golpe le quebró la columna. Perdió totalmente la sensibilidad en las piernas y quedó con una paraplejía.
La familia estaba entonces atravesando el luto por la muerte del marido de la hermana de Tati, que había tenido un accidente aéreo en marzo de ese año. En su desesperación, ella pidió que no avisaran a sus padres ni a su hermana. “Díganle a mi hermano”, advirtió, sin saber todavía cuál era el diagnóstico.
“No podemos entender cómo estás viva”, diría luego Coqui, que construyó con ella una relación de mutuo afecto.
EL ANTES
Tati fue alumna de la Escuela Industrial y luego estudió la Licenciatura en Ingeniería Química. Cuando el papá enfermó, decidió dejar los libros y salir a trabajar. Consiguió empleo en Profot, la casa de fotografías que estaba frente al Palomar. Siempre fue una persona tranquila, pero con una energía muy potente. Vive con su mamá; el padre falleció en 2013.
– ¿El accidente te cambió el carácter?
– Me potenció eso que yo ya traía, porque siempre fui positiva. Pero a la vez me cambió la cabeza: yo me hacía problemas por cosas que hoy me parecen insignificantes. Ahora le doy mucho más valor a la vida, a compartir con mi familia, con los amigos. Yo no estoy casada ni tengo chicos, pero disfruto mucho de malcriar a mis tres sobrinos y jugar con ellos. Nunca fui materialista, pero uno realmente se preocupa por cosas que no tienen sentido. Obviamente, me gusta trabajar, hacer cosas, ganarme el dinero, vivir cómodamente. Pero le doy otra dimensión.
El DESPUÉS
Estuvo internada dos meses en la Clínica de Nefrología. Tuvo la primer cirugía inmediatamente después del accidente; y otra al mes, cuando le colocaron la prótesis. Nunca más volvió a sentir sus piernas. Nadie le decía nada, pero ella intuía lo que estaba pasando.
“La ficha me cayó cuando entré al Vera Candioti. Ahí me dije: ‘No camino más’. Los médicos lo venían insinuando, pero realmente ahí lo comprendí. Y fue durísimo”, dice. Y los ojos se llenan de lágrimas y se posan en ese día que fue bisagra.
“Son duelos que una tiene que atravesar. Es que yo no perdía las esperanzas y es duro saber que ya está, que no hay más chances”, intenta explicar.
“Tirarme a morir en una cama era una opción. Lo pensé. Después, atravesado el duelo, me dije: ‘Si yo seguí en esta vida, es para algo. Tiene que haber un para qué’. Lo enfoqué desde ese punto de vista: nunca me pregunté el porqué del accidente”, cuenta.
Primero se enfocó en el aspecto físico: estuvo seis meses internada en rehabilitación. Se apoyó en la fe, sin fanatismos pero con confianza. “Todos me llevaban estampitas, llegó un momento que estaba tapada. Nunca había rezado tanto en mi vida”, se ríe. Y después se recostó en la familia y los amigos: no hubo una tarde que no tuviera visitas.
EL HOY
Tati vive en una casa adaptada y maneja un auto con caja automática. Decidió empezar de nuevo, bajo la premisa de hacer lo que le gusta. “Fue duro. Dejé ese trabajo, pero a la vez no conseguía nada que me interesara”, comenta.
Hasta que una amiga, la que iba en el asiento del acompañante el día del accidente, le sacó un turno a la psicóloga: “Vos tenés que decidir qué vas a hacer con tu vida”, sentenció. Una prima abogada deslizó la palabra jubilación: para Tati fue una tragedia. “Casi me muero. No quería saber nada. La palabra jubilación me parecía tremenda. Hasta que entendí que los caminos no son siempre los que uno prevé: me jubilé y me anoté en el Instituto 12 para estudiar Locución, algo que toda la vida me había encantado y que nunca había tenido tiempo de hacer”, resume.
Empezó a cursar todos los días, se encontró con el apoyo de compañeros y profesores que cargaban la silla al hombro para subir las escaleras. Después de tres años intensos, se recibió. Hizo algunas locuciones ceremoniales en el Senado y anhela que alguna vez su voz suene en la radio.
“Una de las cosas que la vida me enseñó es que es bueno pedir ayuda. Yo no estaba acostumbrada a eso. Me di cuenta de que siempre hay alguien dispuesto a ayudar, y descubrir eso fue hermoso”, cuenta.
Entrena, va al gimnasio todos los días, no repara en obstáculos, sueña con Toronto. “Somos cuatro de mi categoría las que vamos: yo quiero quedar entre esas cuatro, y entre las doce del equipo”, insiste, como un mantra. La mamá se enoja: a veces vuelve a las doce de la noche, después de entrenar todo el día.
“Yo a veces estoy tan preocupada”, dice la señora, en una pausa de la lectura del diario. Tati se ríe.
CRÉDITOS: Natalia Pandolfo
FOTOS: Pablo Aguirre