Más de veinte años atrás, tres de los cuatro hermanos Peralta recorrimos el mismo camino con el mismo objetivo: estar presentes en un momento histórico para quienes nos consideramos colonistas, sabalés, razas. Nacho tenía 17 años, Martín contaba con 12 y yo con 14 recién cumplidos. Para que podamos salir del país, nuestros padres firmaron una autorización a nombre del tipo que sacaba el colectivo, un completo desconocido, un tal Pascual, creo recordar. Nos enfrentábamos a Olimpia en Asunción, en el marco de nuestra primera Copa Libertadores y las peripecias de aquel viaje merecerían una crónica distinta a la de éste, que comenzó apenas Burián atajó el último penal en Brasil y en el grupo de whatsapp de la familia confirmamos que los tres volveríamos a Paraguay.
Viernes
Desde las nueve de la mañana recorremos la conocida ruta 1; ahora con una vista renovada que repara en cada rojo y negro de las banderas y las camisetas de la gente apostada a ambos lados del camino para saludarnos, pero también en el rojo del gauchito Gil y los ceibos florecidos, el lila jacarandá, el amarillo de las sagitarias y el verde litoral bajo un sol implacable. Vamos en dos autos que raudos cruzan toda la provincia de Chaco. A los Peralta se nos sumaron Camila, Leo, Alejo y Seba.
Ya en Formosa, el sol empieza a perderse entre las palmeras. En una estación de servicio me acerco a cuatro chicos que viajan en dos motos: José de Ciudadela Norte, Matías de Nuevo Horizonte, Diego y Mariano de Barrio La Cuarta. Salieron a las cinco de la mañana y todavía les queda un buen tramo. Mariano, el más grande de los cuatro, cuenta que a los trece años se escapó de su casa para ir a Neuquén —nada menos— para ver al Colón que tanto peleó para salir de la «B». A su vez, Matías, el más joven, dice que es sabalero desde la cuna, porque su viejo lo vistió desde bebé con la «sangre y luto». Así lo menciona, no dice la «roja y negra». Y no es casual.
Colón tiene colores que le permitieron acentuar un aspecto que es común a todas las hinchadas: la pasión y el sufrimiento. Pienso en esto mientras transcurren las cuatro horas de cola para cruzar la frontera. Dejamos entrar al fútbol en nuestro fuero más íntimo para tener la posibilidad de vivir emociones intensas. Las más esperadas: alegría, euforia y felicidad. Pero esa apertura nos expone a otras emociones como desazón, enojo, indignación, angustia, ansiedad o tristeza, a veces en dosis para nada recomendables. Los santafesinos, con Unión y Colón como principales referencias, hemos pasado por todas las tristezas: descensos, goleadas en contra, decepciones. Con los años, nos convencimos de que esas cosas no son para nosotros, que el campeón siempre es otro. Entiendo que los hinchas del Tate no lo vivirán así, pero si logramos la copa, habrá mucho de redención en cuanto a Santa Fe como ciudad futbolera.
Esa redención esperamos las miles de personas que, ya de madrugada, en plena costanera de la capital paraguaya, nos aprestamos a dormir en carpas sobre la arena, en los autos, en la calle. Un sueño reparador que puede anteceder al sueño de los sueños.
Sábado
El sol nos encuentra en una de las tantas posiciones que fuimos rotando para dormir en el auto. Abandonamos la costanera y recorremos la ciudad a pie buscando dónde comprar algo de fruta. No sólo no nos emborrachamos, sino que también queremos desayunar algo que tenga fibra. No somos, precisamente, el ejemplo de los hinchas dispuestos a los excesos. Compramos unos chipás callejeros y, enseguida, nos aborda una chica para preguntar si necesitamos llegar a algún lado. La alegra que nos alimentemos con una de sus comidas típicas. Se llama Natalia y debe tener unos 25 años. Nos acompaña hasta la puerta de un mercado y se despide con dos besos. Percibo que la ciudad y su gente no viven esto como una invasión.
Pasamos las horas en los alrededores y en el confortable interior con aire acondicionado de un shopping gigante, casi evitando hablar del partido, como esquivando el tema. Parece que hubiéramos venido a pasear.
Para ir al estadio, tomamos un auto que funciona como Uber, aunque no medió la transnacional para pedirlo ni para pagarlo. En el camino, conversamos con el conductor sobre el idioma guaraní, sobre Cerro Porteño y Olimpia, sobre la guerra de la Triple Alianza. Pasó un siglo y medio de aquella masacre y mereceríamos que todavía nos odien por ello, pero no. Bajamos del coche a unas cuadras de la Nueva Olla y es como bajar en cualquier esquina de barrio Centenario a dos horas de que juegue Colón. Caras conocidas por todos lados, la gente se abraza, canta, comenta del dolor de panza que la invade. Ansiedad, es la palabra.
El ingreso es ordenado pero tumultuoso. Entre las miles de personas que avanzamos a paso lento, está Tamara, que reniega de haber acatado la recomendación de la policía paraguaya y mantenerse sobria. Le cuesta manejar la «montaña rusa» de emociones. Piensa en su hermana, Maia, compañera de cancha que se quedó en Santa Fe. No por no desear venir con toda el alma, sino porque no viajó a ninguno de los otros partidos de la copa y consideró que podría ser yeta venir a éste. Tamara le compró igual la entrada, quiso convencerla, lloraron, pero no hubo caso. Maia, tozuda en sus 17 años, no viajó porque su amor por Colón es más fuerte que las ganas de vivir este momento acá en Asunción. Cabulera consecuente.
Ya estamos adentro del estadio. Los bomberos nos refrescan como pueden. El calor es agobiante y estimamos una posible sobreventa de entradas. La «Olla» explota con Los Palmeras. A Luis Fonsi lo tapa un dale Colón constante. Por atrás de la tribuna avanza un frente de tormenta. Dale Colón. El viento llega furioso, refrescante. Dale Colón. Arremolina miles de globos rojos y negros, enloquecidos, que bailan sobre el césped y las tribunas como si fueran fantasmas. Dale Colón. Creo que es así, son nuestros muertos, los trajimos porque merecen estar acá. Dale Colón. Los equipos salen a la cancha, llueve horizontalmente, las gotas nos pegan sobre las lágrimas. «¡Vamos Negro!», grito cuando al árbitro brasilero da el pitazo inicial de una historia que no vine a contar.
Texto: Mariano Peralta
Fotos: Martín Peralta
Nombre de sección: Crónicas de una pasión
Edición: N° 78