Mi papá tenía una fábrica de velas. Heredó este oficio, que se remontaba cinco generaciones en mi familia y cuyo origen fue en un pequeño pueblo de las afueras de Valencia, España. Él solía recordar que el padre de su tatarabuelo comenzó fabricando velas de cebo de chancho. La técnica sobrevivió en la familia, de modo que mi viejo hacía algunos lotes a pedido de esa manera y, de ahí, yo sé cómo olían las noches de aquella época.

También manejaba la técnica de la cera de abeja pero claro que, la fábrica de mi padre, hacía velas de parafina, muy modernas. Él se jactaba de haber encontrado una fórmula que permitía a sus velas durar prendidas cinco minutos más que la mejor de la competencia. Solía decir que, con el tiempo suficiente de trabajo de investigación, podría lograr una vela que no se apague nunca. En sus pruebas, no detenía el cronómetro hasta que el último hilo de humo escape del manchón derretido. Aun sin llama, la vela no podía darse por extinguida; esa agonía entre que se apagaba el fuego y el cabito dejaba de arder, era una variable que también debía registrarse en los ensayos.

En numerosas noches de mi infancia, papá cortaba la luz a propósito. Con mis hermanos lo sabíamos pero hacíamos de cuenta que no. Entonces alumbraba la casa con cientos de velas, las mejores de su colección. Nos contaba historias que nunca eran iguales pero siempre hablaban de lo mismo; como la luz de una vela, se jactaba, irrepetibles, pero parecidas. También hacía sombras chinas, nadie que se jacte de fabricar velas puede desconocer este arte.

Lo entusiasmaban mucho nuestros cumpleaños. La torta siempre pasaba a un segundo plano, lo que a mamá no le hacía gracia. Cuando cumplí diez, estrenó las velas que volvían a prenderse luego de soplarlas. Tuve que repetir el ritual muchas veces, al cabo de un rato estaba mareado y ya sin deseos que pedir, salvo que las malditas velas no volvieran a encenderse. Papá reía como un chico.

Él quería que continuemos el oficio. Decía que la electricidad era algo pasajero y las velas iluminaron por siglos al mundo y así seguiría siendo. Sin embargo, ninguno de nosotros le hizo caso. El mercado tampoco lo acompañó. Tuvo que cerrar la fábrica y vivió sus últimos años atendiendo una despensa que puso con la plata que le quedó.

Unos días antes de morir, juntó a toda la familia para darnos instrucciones precisas sobre su velorio. Había guardado más de diez mil velas en el sótano, de todos los tipos que alguna vez fabricó. Quiero que mi velorio se vea desde el espacio, dijo riendo.

Llegado el momento de su partida, el clima fue propicio para llevar adelante ese último deseo. Dispusimos todo al aire libre y encendimos cada una de las velas. Fue una noche espléndida. Vino familia de distintos lugares y, aunque excéntrico, debieron reconocer que fue el mejor velorio al que asistieran jamás. Lo llevamos al cementerio cuando, ya de día, el último hilo de humo se escapaba de un punto impreciso entre las diez mil velas derretidas. Colgado de ese hilo se fue mi viejo, el fabricante de luz.

 

Texto: Mariano Peralta