El último grito del despertador anuncia la llegada de la rutina.

Se prepara para salir a la calle: la ropa holgada para tapar las inseguridades; el maquillaje justo para verse deseable sin parecer regalada. La galletita sin sal, la leche descremada. La vida sin calorías ni sobresaltos. No sea cosa que sea gorda o que se le ocurra estar fuera de los estándares.

Camina apurada las quince cuadras que la separan de la oficina con la firmeza de quien sabe de memoria cada recoveco, cada detalle. Va pensando en el que no la volvió a llamar. Se pregunta qué hizo mal, por qué está sola. Siempre tuvo la sensación de que no iba a ser suficientemente buena para nadie; o no siempre. Fue exactamente desde esa tarde en que un pariente entre risas procaces le dijo “al pasar” que no era tan bonita como su hermana y que tenía que atemperarse porque con ese carácter no la iba a querer nadie.

Camina escondida debajo de los auriculares rosa chicle que le sirven de escudo contra los ruidos de una ciudad que no es cordial con nadie. Con ellos musicaliza el viaje.

Sus pequeños escudos musicales la hacen inmune a las barbaridades que le grita el mundo, al “piropo” indecoroso, al tipo del pasillo oscuro, ese que todas las mañanas le dice algo que ella nunca llega a escuchar pero que sabe, tiene gusto y olor a espanto.

Pero hoy, los escudos rosados no le alcanzaron. Al pasar por el pasillo la música se apagó y escuchó al tipo decirle que hoy era su día de suerte, que él iba a darle lo que estaba necesitando.

Quiso mirarlo a los ojos, enfrentarlo. Quiso escupirle en la cara un puñado de verdades y de frustraciones pero ya era tarde. De un tirón y sin dudar se la tragó el pasaje.

Y el horror, el pánico.

Las manos como cuchillas rasgando el cuerpo que siempre escondió porque nunca terminó de gustarle.

El olor a sexo con odio. Los sonidos guturales de la bestia que con aliento a mugre embisten sobre ella.

El asco, la vergüenza. Un dolor infinito de saberse rota para siempre, por dentro y por fuera.

Y la nada misma. El uniforme de rutina teñido de sangre. La canción más triste del mundo sonando en unos auriculares rosa chicle que ahora no escucha nadie.

Y la vida tirada en una bolsa al costado de un camino. Una bolsa miserable. Una bolsa de basura donde cabe una vida ya sin sueños, con un montón de dolores que no le importaron a nadie.

Crédito: Romina Mazzola