Al finalizar el tercer año del Taller de Narrativa de Espacio Toda, estamos compartiendo nuestra segunda antología digital. En ella participan siete autores: Beatriz Bertea nos cuenta sobre una relación amorosa muy poco convencional en “La condición”; Kike Catena recrea las crueldades de la infancia en “Fue Santiago”; Paula Condrac narra otra relación poco convencional en “Morrigan”, esa vez con una gata; Héctor Degiovanni nos sienta a una mesa de bar con dos desconocidos en “Con aroma a café”; Celia Delgado comparte un acertijo y un cumpleaños familiar en “El secreto de la abuela”; Virginia Noreira juega con los límites de la muerte en “El vuelo de la araña”, y Ricardo Perren nos sube a un colectivo con un personaje entrañable en “La ‘confesión’ de Braulio”. Cada uno de los talleristas desarrolla su estilo, sus preocupaciones y gustos, con la única instrucción de buscar que el texto llegue lo más lejos posible, que alcance todo su poder. La selección de los textos surge de la votación de los mismos talleristas.
La actividad fundamental del taller, la que provee la base sobre la que se construye todo lo demás, es la lectura. Una vez por mes, cada uno de nosotros compartió lo que estaba leyendo a través de una reseña oral o escrita. El “Club de lectura”, como lo llamamos afectuosamente, nos permitió comprender mejor nuestras inclinaciones estéticas y temáticas y conocer a nuevos autores a partir de las selecciones de lectura de los compañeros; además, nos fuimos prestando libros en un intercambio generoso y responsable. Las lecturas del “Club” se completaron con la de un relato seleccionado para cada encuentro, texto que sirvió como disparador de la consigna que enmarcaría la escritura a compartir en el encuentro siguiente.
Los relatos que integran este libro surgen, en algunos casos, de esas consignas de escritura. Durante el año hemos intentado relatos fantásticos y de terror, exploramos la posibilidad de narrar a través de instrucciones, cambiamos finales y puntos de vista, contamos cuentos que callaban una segunda historia, jugamos con citas a ciegas y con confesiones espontáneas, armamos historias a partir de un poema, de un objeto tomado de otra historia o de una receta; o nos detuvimos en detalles de forma, como la puntuación de los diálogos y el flujo de información. En otros casos, los relatos surgen de proyectos personales: las consignas pueden ayudarnos a fortalecer el hábito de la escritura y a crear muy buenos cuentos, pero cuando sopla el viento de la idea propia, de la historia urgente, se lleva todo consigo. Confío en que la lectura en voz alta de estos textos, seguida de los comentarios de los compañeros y por una devolución más detallada, por escrito, de la coordinación, nos ha hecho crecer en la escritura y en la escucha.
Con un grupo de talleristas nos encontramos los sábados cada quince días, en algún momento a la distancia por la emergencia sanitaria y luego nuevamente cara a cara. Otro grupo prefirió reunirse a través de la computadora y replicó sin dificultades las actividades presenciales. Con independencia de la modalidad, lo que caracterizó el trabajo del taller fue la apertura y el respeto, el espíritu de colaboración y el deseo de contribuir al fortalecimiento de una comunidad que sigue creciendo alrededor de la literatura. Empezamos con grupos grandes y de a poco las obligaciones fueron reclamando el tiempo de muchos, que se despidieron con la promesa de volver. Sus voces siguen, de alguna manera, resonando en los espacios compartidos. Nos hermanan el amor por la lectura, la necesidad y el deseo de escribir, una amistad que se va afianzando y la conversación, esa conversación que se desliza por las siestas de los miércoles y de los sábados, confiada y tranquila, con sus preguntas, sus dudas, con la risa ante lo inesperado y la celebración del hallazgo, pero sobre todo con la palabra tendida hacia quien la está buscando. ¿Y quién de nosotros no está buscando esa palabra que le permite decir para entender?
Susana Ibáñez