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Feria de vacuidades

LA POSTPROPAGANDA DEL FIN DEL MUNDO

Todos los “post” exhiben lo más indeseable de los “ismos”.

Después de la segunda guerra mundial, la propaganda política se entroniza como guerra incruenta, pero igualmente voraz: matar la mente sin matar gente. Para ese fin, se despliega una “artillería” de “impactos” que aseguren el “blanco” recurriendo a todos los saberes de las ciencias sociales, de algunas duras y del arte. Se pasó así de una propaganda, en términos generales referencial en tiempos de paz, a la colonización de las conciencias con la precisión de una cirugía ‘lobotómica’. Demasiado conocido es el triángulo representado por la exacerbación de la imagen, el uso de la cultura industrial y la planificación del discurso para alcanzar los umbrales de la percepción. Podría decirse que estas estrategias rutilantes y efectivas llegaron casi hasta los años ’80 del siglo XX. La experticia fue languideciendo y quedó el fantasma de aquella extraordinaria, aunque siniestra, ingeniería comunicacional: la imagen sobre el programa, la persona sobre la doctrina, la promesa sobre la propuesta. Hasta que llegamos a hoy, cuando en el mundo, en América y en nuestro país, que verdaderamente nos atañe, asistimos a una propaganda que bien podría llamarse postcontemporánea, porque exhibe los rasgos más indeseables de aquella. Su decrepitud se hace patente en la imagen lavada y el discurso licuado, tan lavada que luce desteñida, tan licuado que diluye todo significado. Miles de significantes se lanzan al aire sin remitir a ninguna representación. Discursos pérfidamente emocionales “Dejaremos el alma y la vida”, falazmente racionales “Tenemos los mejores equipos” o vagamente responsables “Confiaremos en la voluntad y no en la suerte”, “Hay que hacer lo debido”. Cursilería, generalización o estupidez. Largas enumeraciones de qué, sin cómo ni dónde ni cuándo ni, sobre todo, cuánto. Repetidos “Hay que…” sin un solo “Así”. ¿Y el  saber?: ausente sin aviso.No parece haber diferencia alguna, aunque Brasil se esmere en los debates públicos, con los cruzamientos de campaña Rousseff y Silva. La candidata opositora enumera las fallas cometidas por el oficialismo (dichas hasta el cansancio: inflación, recesión, desempleo, inseguridad…) y señala que el oficialismo no reconoce los errores, razón por la cuál es imposible solucionarlos. En tanto, la presidente le espeta que no alcanza con comprometerse y prometer sin decir cómo se va a financiar. Parece un “mal general”, la propaganda actual connota sinrazones y razones a medias y largas galerías de espejos repetidos. Asimismo, más allá de aquella acertada sentencia de Huxley “cuánto más siniestra es la intención, más noble aparece el lenguaje”, lo cierto es que la verdad se daña tanto con la mentira como con el silencio ya que alguna pequeña verdad hay que mechar para que se crea cuando se miente ¡y cuánto esfuerzo demanda ponerle nombres al silencio! Se sobrentiende que se oculte la propuesta, pero resulta más sorprendente que también se evite la promesa, a excepción de algunas que doblan de risa al público: “ducha para los pibes, zapatillas con cordones, asientos para sentarse” o enumeraciones incongruentes como “nos ocuparemos de los ancianos, los comerciantes y los árboles”. Verdaderamente estos precandidatos están comprometidos con el vacío, la inconsistencia y la voluntad de encubrir sus intenciones.

En tanto, la otra cara del discurso líquido se vuelve sólido con denuncias o agravios. Unos acusan al adversario oficialista o no de voluntad de daño sin ningún escrúpulo y los señalados se esmeran en demostrar su ausencia de malicia en un alarde de amoralidad y viceversa. Los recursos son idénticos, los mecanismos parejos, los gestos espejados y la semántica excluida. La palabra clave del juego político ha quedado enterrada en los olvidados sótanos de las doctrinas: la diferencia. Aunque ella indique separación, división, partición es la única capaz de garantizar el acto de la decisión. Sin el más mínimo afán de embanderamiento (sino sobre la base de una rigurosa crítica), el que más se acerca a manipular signos y “vende la ilusión, aunque se rife el corazón” (¡fascinante profeta Expósito!) es el oficialismo. La oposición exhibe imágenes que no configuran un arquetipo, ni un tipo ni siquiera un carácter, más bien parece el coro anónimo de la comedia romana: caras sin rostros, miembros sin gestos, tonos monocordes frente a un oficialismo que vende arquetipos, caras de variados rostros, miembros gesticulantes hasta el fastidio e inflexiones multiplicadas. Practica una liturgia excluyente en la que otro preclaro, Borges, parece haberse inspirado “Los comunistas acusan de que no serlo es ser fascistas (tan paradójico) como decir que no ser católico es ser mormón”, pero las palabras de ese ritual los encadenan. ¿Alguien puede dudar de que ese discurso muestra el país que se hizo y astutamente oculta el que se deshizo? Por eso hoy  existe el apuro de difundir sus acciones y obras en una acumulación saturadora que de alguna manera hace olvidar números insostenibles, corruptelas, cinismo ideológico…Lo “admirable” es que cierran filas en torno del “relato” y, aunque ese encierro los ciegue frente a las verdades parciales, también se fortalecen las partes y se sueldan. Ante ese abroquelamiento de consistente muro, la oposición reconoce sordamente la dificultad de sortearlo. Entonces, ni miente ni ensaya verdades, se abstiene, la verdad puede comprometer su propia ideología (palabra desgastada si las hay porque en estas últimas décadas se ha hecho más patente su hipertrofia, una enfermedad que lleva al ideologismo). Aunque el significante diálogo se expanda como la maleza ‘en el jardín de la democracia’, los ideologismos son a la vida política, lo que los fundamentalismos, al espíritu ecuménico. Ni oficialismo ni oposición parecen hacerse cargo de este peligro.

Otra característica, aunque muestre antecedentes en distintos momentos de la vida política, hoy se presenta como novedad por su exponencial crecimiento: los debates de vicarios (no confundir con sicarios que, aunque los haya, serían motivo de otro artículo). Punteros, legisladores, intendentes, periodistas, economistas, empresarios, artistas, deportistas, vedettes, funcionarios de segunda y tercera línea y algunos militantes, los menos, hablan de todo sin vergüenza, pero responden a uno que generalmente tampoco la tiene. Circulan por estudios televisivos, más que los propios empleados. Esa es la verdadera novedad del juego político actual: la disputa de los terceros y de la misma sociedad civil autorizados a verbalizar mediáticamente las presuntas ideas o percepciones de los que permanecen en la trastienda o aparecen esporádicamente después del baño. Agravios, equívocos, contradicciones que también se desatan entre las líneas de igual signo político o de una “acordada coalición” o entre la filas de un mismo tronco ideológico.

Estos debates que atraviesan todas las programaciones y los géneros televisivos son en realidad berrinches, desplantes, insultos, monólogos superpuestos donde los cultores del diálogo imponen que nadie escuche a nadie. Diálogo sería que de ellos surgiera una síntesis, hasta ahora inviable por el cotorreo y el ruido saturador de las voces que se “pisan”. Entonces, la verdad –en sí misma, poliédrica y volátil- se hace trizas o se esfuma. La pregunta de rigor es ¿la serena nada y los gestos lavados responden a la demanda de una población abrumada ante tanta cadena nacional y “discurtwitter”? Sin embargo, el pulso de la calle indica otras reacciones del elector. El despreocupado profundiza su indiferencia, el expectante se indigna, el impaciente se violenta y el convencido se fanatiza.

Afortunadamente, el momento de la decisión está cerca, si se considera el tiempo cronológico, pero muy lejos si se presiente la cantidad de acontecimientos todavía por venir. De ellos dependerá que los “apostadores”  reviertan sus jugadas o permanezcan en este lúdico aburrimiento. La hora impone que los ciudadanos tomen el toro por las astas y se autoexijan la mayor racionalidad con estrategias que pongan a los candidatos entre la espada y la pared y los obliguen a la verdad. Pocas veces, como durante esta indiferenciada actuación de los postulantes, el poder está en manos de la sociedad civil.

CRÉDITOS: Carmen Úbeda