La etérea María de Jorge Isaacs se ruborizaba hasta el púrpura porque, en un descuido involuntario, Efraín descubrió su tobillo desnudo, en la novela homónima del siglo XIX.
Menos de cien años atrás, cualquier demostración minúscula de impudicia provocaba la misma actitud vergonzante en las mujeres y una desproporcionada excitación en los hombres. Ambos desechaban las manifestaciones de una incipiente sexualidad relacionadas con el sentimiento amoroso. Eran consideradas impuras y, si la actitud venía de la dama, se la condenaba con el mote vitalicio de “ligera”, de “vida licenciosa” o vulgarmente “puta”, lo que las ubicaba en el rincón excluyente de las “pecadoras”, más allá de la prescriptiva religiosa. Recién hacia los años ‘50 o ‘60 del siglo siguiente, el tabú (culpa) comenzó a desequilibrar al tótem (prohibición), cuestionamiento que reflejaron muy acabadamente el cine y la literatura. Pero habían transcurrido más de veinte siglos (con algunos intervalos de hedonismo o decadencia que no hace falta reflejar aquí) para aquello que llamaron ligeramente la liberación femenina. Se multiplicaron los debates acalorados sobre que sexo y amor no podían separarse o que toda unión amorosa exige la totalidad de la entrega, etc., etc. Se discutía mientras se ejercía el amor y el sexo, al mismo tiempo. Fue el momento de oro del erotismo: entre tres y cuatro décadas de una creatividad nunca más repetida en boca de poetas, plásticos, novelistas y cineastas, vuelo que se extendía a las parejas comunes. Había que llegar al cenit del placer de la mano de un sofisticado romanticismo que exaltaba el sentimiento amoroso y la unión sexual como constructores de sentido. Una verdadera síntesis. ¿Quién de aquellas generaciones no recuerda haber escuchado o dicho, en medio de abrazos apasionados, fragmentos de “El cantar de los cantares”, versos calientes y sublimes de los sonetos de Neruda, párrafos dedicados al beso de Cortazar y tantos, tantos? El tabú había sido vencido y, como diría Cortazar, nuevamente, aquella generación puso fin a “las últimas vírgenes viejas”. Pero no hay tabú sin tótem (aunque el ensayo de Freud haya cumplido un siglo, sigue vigente). La Ley del Padre fue quebrada sólo hasta la justa medida que no dañara el límite de lo social convivible. El incesto, el estupro, la violación, el abuso seguían como contravención inobjetable de las reglas. Ganó el sentimiento amoroso como completud y totalidad y se mantuvieron inalterables las prohibiciones sin las que el género humano es aún menos que el animal. ¿Alguna diferencia con la actualidad es mera coincidencia? ¿“El tobillo de María” enciende pasiones entre jóvenes acostumbrados al hilo dental entre las nalgas?
En tanto, los escenarios primitivos y tribales a los que recurre Freud muestran a un padre dueño y señor sexual de todas las mujeres, cuyo acceso carnal les estaba prohibido a los hijos. La prole se rebela y practica
canibalismo con el padre para conseguir la ansiada libertad de coito, pero en breve el acto suscita arrepentimiento y engendra la consabida culpa. Esa culpa fue el tabú mantenido hasta que los hijos de su propia experiencia (así se auto referenciaban los jóvenes de los ’60) modelaron una ley más justa y un ejercicio de la sexualidad enaltecido. ¿Se mantiene todavía hoy aquel equilibrio logrado entre tótem y tabú? Fue tan breve… Una casuística apurada indicaría que no. Quizás sea demasiado pronto para analizar este presente. Sin embargo, todo está a la vista: desde el sórdido “perreo” de los ritmos actuales hasta la cópula de ocasión que excluye el juego estético desplegado aún en el reino animal (los bailes del macho y la esquivez de la hembra). Sería ocioso enumerar la cantidad de otras manifestaciones que revelan el fin de lo que se mencionó como edad de oro amorosa. Sólo dos décadas después, hacia los ’80, comenzaron a circular enunciados tales como “Nada es para siempre”, “La pasión se apaga”, “El enamoramiento es fugaz” pronunciados por los que habían liderado aquel inteligente combate contra el tótem a partir del cual resultó victorioso ese amor “de cuerpo y alma”. ¿Ellos mismos quebraban otra vez la norma o son los hijos de esas generaciones para los que la ley del padre hoy resulta repudiable? ¿La ostensible reducción a la pura genitalidad está causada por conductas contradictorias en aquellos que encarnaron la ley? Intolerancia, discusiones, violencia, desamor, separaciones inesperadas son moneda corriente entre los que, para los ojos del hijo, habían asegurado que “el amor es más fuerte” y contraído la promesa del impracticable siempre. ¿Habrá alguna relación entre este colapso con los márgenes difusos de las franjas etárias, el crecimiento de la expectativa de vida y el advenimiento de los “pendeviejos”? Varones maduros que necesitan experimentar sentimientos nuevos con mujeres jóvenes, mujeres cincuentonas que se mimetizan con hijas adolescentes y compiten por las miradas de jovencitos apolíneos, etc., etc. Se trata de evitar aquí la mención de otros comportamientos aberrantes como el abuso intrafamiliar, la violación ejercida por adultos sobre inocentes, extremos patológicos que, aunque abunden y no constituyan una ansiada excepción, exceden la hipótesis referida al tabú del tercer milenio.
Entonces, ¿qué atributo de la Ley del Padre se tuerce en el siglo XXI? A pesar de la insoslayable impostura tecnológica que todo lo convierte en el vacío virtual, hay factores que operan con una fuerza primaria anterior a ellos: son los parentales. No ha dejado de ser el padre el blanco al que hay que apuntar para eliminar la ley y perpetrar el acto caníbal (a menos que el padre sea un softwear). Se está frente a generaciones modeladas por la tecnología, el ostracismo, el individualismo y el consumismo que todo lo transforma en mercado de descarte. También, entrenadas “deportivamente” en la distancia y no en la pasión, como diría Eco. Otros como Bauman han llamado al actual y presunto encuentro erótico, “amor líquido”, ¿fugaz, evanescente y falto de solidez? En tanto, líquido indica fluidez, cambio y hasta evolución. Sin embargo, considerada esta apreciación como un recorte del observador, si a algo no parecen apuntar estas relaciones es a un inteligente crecimiento. Más bien comienzan con el preanuncio de que todo terminará con el orgasmo. Hoy, el “touch and go” es lo corriente. Indiscriminada y promiscua puede constituir un denominador común la tajante aseveración de un participante en Gran Hermano “Mi pene (no lo nombró así) es independiente, mi corazón, nunca.” La expresión, como es general en el lenguaje de los jóvenes, no ha sido ni bien construida ni los vocablos se han seleccionado según la significación buscada. No obstante, puede ser claramente decodificada más allá de la imperfección gramatical, lo que se lee es: “puedo tener un sinnúmero de coitos con quien sea, cuando sea y donde sea, sin el menor compromiso de mi afectividad”. Los especialistas juzgarán la próxima afirmación con las disculpas correspondientes: ¿estos jóvenes están enajenados, son víctimas de temporarias esquizofrenias o de desdoblamiento de personalidad? ¿Les es posible separar sus genitales de una unión que comprometa también sus emociones? Ellos mismos lo afirman con insistencia. Por lo tanto, el ejercicio libre, ocasional y desdoblado de la sexualidad no provoca el menor indicio de culpa. Asimismo, se pueden comprobar en ellos actitudes que inducen a detectar arrepentimiento o pudor. ¿Qué los avergüenza, entonces? Nada más y nada menos que el sentimiento. Estas generaciones han asesinado la emoción. ¿Es este crimen simbólico de su absoluta responsabilidad? La respuesta estaría muy cercana a un rotundo no, pero, a su vez, daría lugar a nuevas preguntas. ¿Matan en la Ley del Padre aquel pontificado erotismo porque lo perciben como engañoso? Quizás. Lo cierto y probado es que el rubor púrpura y el pudor aparecen como manifestación física cuando se sienten movidos por el afecto. En definitiva, ese amor que hace volar es rotundamente lo vergonzante. ¡Qué lastima! No saben lo que se pierden…
CRÉDITOS: Carmen Úbeda