A pocos días de la salida de su segunda novela, El Equívoco (Ed. Letra Viva), conversamos con la autora sobre el hecho de trabajar con el lenguaje. Un arte que aborda tanto desde su condición de escritora, precoz y constante, como desde su profesión de psicóloga.
TS —¿Cómo fueron tus primeros encuentros con la literatura? Entiendo que precoces, pero además, si me permitís el término, eficaces: ganar concursos, organizar con éxito actividades que exceden el sólo hecho de escribir.
CR —Desde muy chica me gustó leer y escribir. Además de la escritura íntima de registros cotidianos, disfruté mucho del intercambio de cartas por correo. Al día de hoy conservo cajas llenas de cartas en sobres con estampillas de distintos lugares. Eran tiempos en que se escribía fundamentalmente a mano y eso permitía reconocer al remitente por su caligrafía, además de por sus palabras. A los 14 años comencé a participar en un taller literario y así me enteré de un certamen latinoamericano de la Fundación Givre al que envié un cuento que resultó ganador, junto a otros cuentos de autores de distintos países. Los premios se entregaban en Buenos Aires y yo era la más joven, todos los demás eran adultos. Recibí el premio de manos de Sábato. Ésta fue una experiencia que me marcó profundamente. Seguí escribiendo, siempre, y a veces enviaba cuentos o poemas a concursos y resulté premiada en varios de ellos.
En la línea de los premios se inscribe también la publicación de La Correspondencia, su primera novela, que en 2008 ganó el Leoncio Gianello. Esta obra fue reeditada en 2015 por Editorial De l’aire, tras el auge del grupo Milhojas, una iniciativa de Claudia que, a través de un grupo de facebook, motorizó que miles de personas de todo el país regalaran libros, enviándolos por correo o entregándolos en mano.
TS —Hace cuatro años, cuando comenzaste Milhojas, intuías o sabías que pondría en la superficie de una red social, tan relacionadas con nuestros tiempos, la vigencia del libro y hasta permitiría ver cierto fetiche en relación a este objeto.
CR —Cuando lo empecé, la única intuición que tuve fue que iba a resultar divertido. Fue después que pude leer las marcas de lo que estaba en ese inicio, porque eran las marcas de cosas que estaban en mí: los carteros tocando miles de puertas y siendo recibidos con alegría, las estampillas, los sobres, los libros elegidos para alguien que los estaba esperando, los comentarios entre lectores, los encuentros milhojeros, la resolución de los conflictos que iban apareciendo en un grupo que tenía miles de integrantes de todo el país. En medio de tanta nada, de una virtualidad arrasadora, Milhojas fue el recupero de algo del cuerpo, como si lo recuperáramos de entre miles de perfiles de facebook que llevaban nuestro nombre. En ese sentido no creo que el libro funcionara como objeto fetiche, sino que, al ser algo que tiene peso, olor, forma tangible, algo valioso que vino de otro, devino en signo de existencia de ese otro y, por lo tanto, de la propia también.
TS —En relación con esto, ¿cómo ves hoy las posibilidades que ofrecen los formatos digitales para difundir la propia y otras escrituras? La inmediatez, la fugacidad, la abundancia…
CR —Los formatos digitales son excelentes para difundir. Facilitadores de esa difusión. Lo que sucede es que hay algo de lo fácil, lo inmediato y lo masivo que dificulta ciertos procesos que requieren otras temporalidades. Me interesa señalar que difundir y difuso comparten etimología. Considero que los formatos digitales ligados a los rasgos que mencionás de inmediatez, fugacidad y abundancia, tornan «difusa» la llegada y el porvenir de las escrituras entre los potenciales lectores.
TS —¿Cuáles son los principales puntos de contacto entre tu profesión de psicóloga y la escritura?
CR —El principal punto de contacto es que en ambas se trabaja con el lenguaje. Y el tipo de trabajo que se hace con el lenguaje exige, en ambas, distinguir el sujeto del enunciado –lo que se dice– del sujeto de la enunciación –la posición de quien dice–, desabrochar el significante de un significado unívoco, lo que es en definitiva un trabajo de destinación, un trabajo antidestino. Algo de esto aparece en el epígrafe con que doy apertura a la novela El equívoco. Pertenece al psicoanalista Claude Rabant, de su libro Inventar lo real y dice: «El destino, muy a menudo, no se debe más que a un error de interpretación».
TS —¿Y cómo se da eso en tu proceso creativo? ¿Cómo conjugás la tarea de trasladar al texto una idea, un pálpito, con la vorágine que implican el trabajo y, además, la familia?
CR —Lo creativo se me presenta como «sin proceso». Puedo hacer un recupero de esa noción a posteriori: decir cómo fue, más que cómo es. En general, son largos periodos de sobrevolar una idea, olvidarla, recuperar algo que se parece a lo olvidado pero es ya otra cosa, instantes de lucidez plena y marca en el papel, tiempo, otras líneas sobre otro papel, el intento de encontrar los diversos papeles en que anoté las distintas ideas, lamentar no haber colocado fecha y no haber aprovechado las clases de caligrafía en la escuela; de tanto en tanto, tengo algún largo rato para hacer con esas cosas algo más consistente, mostrarlo, revisión, amor. Todas esas etapas coexisten con el trabajo y la familia y lo que hace de ellas un proceso es el amor. Amo cada una de estas instancias, y como también amo a mi familia y mi trabajo, algo de ese proceso queda anudado a lo cotidiano y hace de eso un efecto anti vorágine. Hace falta desacelerar para vivir, para trabajar y para crear, y el amor es una buena manera de acotar la vorágine. Porque el amor no traga, saborea.
Texto: Mariano Peralta
Fotos: Ignacio Platini
Nombre de sección: Literatura
Edición: N° 77