EDITORIAL | La espera

Están ardiendo los lapachos y derraman sus lágrimas rosadas por todas las veredas mientras, quienes decimos ser humanos, marcamos una línea arrayuelada en el piso y nos ponemos de un lado y de otro mirando quién empieza a twitear la primera piedra. Lloran los lapachos que quedan sobre la línea de fuego, enraizados a la vida. Apenas pueden sostenerse sobre una agigantada grieta que devora y consume hasta dejarlos sin aire. Lo único que hacen es dar flor que anuncie el tiempo.

Que se haga flor coloreando el pastizal seco, la llanura ocre y los metálicos grises del cemento para volverse otro tiempo el tiempo. Que el agua caiga, que venga para apagar tanto incendio intencional que mata el urbano humedal, que riegue los brotes suspendidos de las promesas contagiadas por el endémico olvido. El olvido es una flor que no se aminó a primavera, una que negó el origen, una que perdió el verde.

El tiempo es un fantasma oportuno, aparece para recordarnos que estamos vivos y que, en ese estado sutil y volátil, contamos las pérdidas, exponemos los cortes, asumimos las ausencias y escuchamos los silencios. Cuando se pierde lo que conecta se reseca lo fluido de la transmisión. La falta de la ecuación exponencial del gesto que abraza instala una interferencia que pone en jaque el ser, el estar y el permanecer –o no–. Lo cotidiano, entonces, invade lo sublime destronando las formas: hay un destiempo que irrumpe en la escena y la vuelve acto.

Esperar, entonces, es una acción tranquilizadora. Detenerse sobre la marcha, poner el cuerpo al resguardo de lo viral, ordenar los sentidos para habilitar sensaciones anestesiadas por la vorágine de lo que demanda. Esperar resulta todo lo contrario de lo que se piensa: no es la suspensión ni la postergación de lo que ya se dio por consumado, sino su transformación en un tiempo distinto, donde la certeza de hacer lo posible es, casi, la única respuesta al interrogante ¿y ahora qué?

En la espera florecen quienes construyen la trama simbólica que nos sostiene, el lazo trenzado que soporta las tensiones cotidianas. Florecen quienes apuestan, a pesar del agobio y el descrédito, a continuar emprendiendo, a generar proyectos que conmuevan, a seguir moviendo el engranaje cultural que nos nombra.

Florecé, que en tu nido te espera ese abrazo que funde el cansancio y te renueva.

Florecé, que necesitamos más ideas que nos saquen de la duermevela de estos días.

Florecé, que los que nacieron antes abonaron la tierra y la regaron de caricias y de lágrimas para que germines.

Florecé, que tu palabra nos inspira, que tu diagnóstico nos sana, que tu arte nos libera.

Florecé, vos que te plantás sin miedos en la línea del medio arriesgando emociones, justo arriba de la rayuela, sabiendo la espera como un tiempo prometido, como esas lluviecitas repentinas que llegan una tarde para regar la esperanza.

 

Ezequiel Perelló

 

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