Yamil Dora pone a funcionar una máquina pequeña y turbulenta. Al protagonista de esta historia lo persigue una tragedia que él mismo hace vibrar a cada instante, en cada línea. De la infancia feliz, al accidente fatal hasta el sexo de ocasión… Momentos que se entrecruzan para hacer de Por la vereda con sombra una novela con espíritu de caleidoscopio: una novela para moverse, como hace el narrador, sin mapa y sin prejuicios. A la manera de Diez mil kilómetros de distancia, su novela anterior, Yamil Dora redobla la apuesta y narra en un presente abierto y multitudinario, en el que caben una abuela y un abuelo entrañables, una madre demasiado hermosa, mujeres fugaces como fantasmas y un aire de sibarita a media máquina. Si el tiempo corriera del modo en que propone Por la vereda con sombra —con toda su poesía, toda su crueldad y con toda su insensata belleza— la vida nos estallaría en la cara.
El hipnótico efecto del ritmo y la repetición, y el trabajo fino con la técnica de montaje, la aproximan al influyente poemario Hospital Británico (1986), de Héctor Viel Temperley, si bien al mismo tiempo es una novela contemporánea global.
A diferencia del yo lírico de Viel, en el narrador de Dora hay un desarrollo, un arco, que lo lleva desde la pérdida devastadora a la capacidad de hacer las paces con la ausencia. Pero este desarrollo no sigue una línea recta, sino que está trabajado en un tiempo de pura simultaneidad, donde insisten motivos recurrentes como en una composición musical del género fuga: la familia perdida, la soledad con gato, la familia obtenida, los placeres sensibles, los sueños, los recuerdos, el presente, los fantasmas, el llanto, la risa. No es casual que el narrador escuche jazz y nombre a músicos tales como Jim Hall: el procedimiento de escritura se parece un poco al de una improvisación en frases breves.
Lo perdido, lo ancestral familiar y el puro presente son temas recurrentes en la obra de Yamil Dora, quien tanto en su obra poética como en su primera novela, Los Lindos (LamásMédula, Buenos Aires, 2017), explora su propio árbol genealógico fundado por un inmigrante sirio radicado en la pampa gringa. Más precisamente en Casilda, donde Yamil nació en 1971, tuvo un restaurante (acaso el único dato autobiográfico obvio que se cuela en la novela, a través de fragmentos mínimos, no atribuibles) y fue además un activo gestor cultural. Y de Casilda se fue con unos cuantos buenos libros de poesía bajo el brazo, la mayoría publicados en Rosario por el sello Ciudad Gótica. Ahora vive en Buenos Aires con la fotógrafa Silvia Castro, quien «capturó» en una estampa urbana al gato callejero (visto en Galicia) que se adueña del centro del espacio en la tapa del libro.
Por la vereda con sombra es su mejor libro hasta la fecha. No sólo fusiona en un todo rítmicamente cohesivo sus principales obsesiones y los dos géneros de la prosa y la poesía, sino que además despliega una forma icónicamente coherente con la historia que cuenta. Roman Jakobson llamó «iconicidad» a la capacidad que puede tener un texto de representar plásticamente su mensaje; así, para decir que una familia completa (menos uno) ha estallado, fue preciso volar en pedazos el relato mismo, cuyas esquirlas son musicalmente rearmadas en esa forma quebrada y fascinante de fragmentos que se espejan unos en otros al filo de la confusión y que Mariano Quirós, en la contratapa, describe como «de calidoscopio».
Yamil Dora publicó además la novela Diez mil kilómetros de distancia (2019) y los libros de poesía El ángel solo (2005), Los barcos olvidados (2007), Poemas de Casilda para chicos de todas partes (2007), Una plaza, un niño y un poeta (2009), Como playa que se puebla (2009), Un mar que existe (2013), Un hombre encima del mar (del Dock, CABA, 2015) y El olor de las hormigas (Palabrava, 2017, en colaboración con Silvia Castro).