“Cocinando con Elisa” se presentó durante abril en la sala Marechal y este mes se puede ver en La 3068. El estreno del reconocido director Edgardo Dib generó enorme expectativa y Toda Santa Fe se metió en el último ensayo antes del Día D. Aquí, la cocina de la cocina.
En el cielo, dos municipales en escaleras móviles reciben órdenes del hombre de rulos. La oscuridad y el silencio caen pesados en medio de la peatonal que bulle. Es el mediodía de un viernes.
Jean, camisa a cuadros, el director va y viene como poseído: como quien intenta controlar unos nervios más indomables que el pelo.
Luces rojas, verdes y blancas bailan sobre el gran cuadrado de madera. Exequiel Maya, el asistente, lleva y trae cosas. En el medio de la escena cuelgan cuchillas: treinta, cuarenta piezas que serán centrales en esa cocina en la que dos mujeres -Nicole y la Elisa del título- protagonizarán un duelo.
Alguien llega y desparrama cosas por el piso. En el centro sólo un taburete, una olla de las viejas, una cuchara de madera, frascos.
– ¿Lo vas a hacer con sonido?
– Como si fuera el estreno.
Luchi Gaido aparece y el escenario se rinde a sus pies. Ella no da más del orgullo. Se pavonea con su vestido, confeccionado en arpillera y magistralmente pintado por Osvaldo Pettinari. En el diseño de vestuario también puso su sello el director. Un collar de perlas, unas mangas ampulosas, unos zoquetes con puntillas, zapatos blancos clásicos. Luchi saluda, charla y después pega media vuelta y se mete en el personaje como quien bucea.
Más modesta, en patas, unos minutos después aparece Vanina Monasterolo, su vestuario agrisado, su ser zambullido en la esencia de una desgraciada aprendiz de cocina.
Cinco horas por día durante tres meses de respirar en la piel de sus personajes: el día está llegando, vestido de transpiración, nervio, ansiedad, euforia.
– Luchi movete, hacé el comienzo – ordena el hombre de rulos desde la ventanita en lo alto, único refugio de la luz en esa sala a oscuras.
Luchi lo hace. Silencio.
– A ver chicuelas, muévanse por el espacio.
Una habla sola: dice cosas en francés. La otra corre por la sala.
Flotan en el aire dos o tres notas sueltas de “Sabor a mí”. “Piensen que el límite no es el borde de la luz, sino el centro de la luz”, observa él. Ellas cuchichean, él repite órdenes: los nervios se huelen. Diálogos sueltos de la obra se desparraman como ecos lejanos.
Falta cinta. Los minutos pasan y nadie encuentra la cinta adhesiva. Siguen probando frases, sonidos, luces. La cinta no aparece. Hasta que el hombre de rulos deja escapar un reprimido: “Por favor, alguien que vaya a comprar”. Pettinari, que está tan al costado como puede, revela: “Yo tengo”. Por un momento los reflectores son todos suyos. “Pero las vendo en dólares”, remata, y el puñado de actores lo recibe con una risa acotada pero liberadora.
“Esta obra fue escrita por Lucía Laragione en 1993 y se estrenó en Europa. Ha sido poco representada en Argentina”, cuenta Luchi antes de ser Nicole. El estreno en Buenos Aires fue en 1997, con las actuaciones de Norma Pons y Ana Yovino y dirección de Villanueva Cosse.
Un error en un comando y el volumen de la música explota hasta hacer estallar los tímpanos. Los empleados del teatro, con sus casacas institucionales, siguen trabajando en las luces. Son la una y el hambre arrecia. El director baja de los cielos y pide caramelos. Habla con las actrices. Actúa como si fuera Elisa, o Nicole, o ambas a la vez. Les da consejos, revolea la mirada en mil detalles que sólo él advierte.
“Bueno, vamos. Y que Dios nos ayude”, reflexiona en voz alta, antes de volver a ascender. Da dos pasos y piensa una despedida más adecuada: “Mierda, chicas”, les dice. Ahora sí, es hora del último ensayo.
Delantal frutal naranja con enorme moño, trapo colgando, mentón al cielo y sonrisa inmutable: Luchi Gaido se apropia del escenario y es de repente una mujer abusadora e inescrupulosa que manipula el cuchillo como una maestra. Una matrona endurecida a la que, pareciera, todo de lo humano le es ajeno. Y que conmueve, sin embargo.
– Quiero ser una gran cocinera, como usted – le dirá Elisa. La letra fluye como río: no hay errores ni lenguas trabadas ni destiempos.
– Ya se dará cuenta de que todo, absolutamente todo, se puede comer – replicará más adelante Nicole. El aire de la dictadura sanguinaria sobrevuela la sala.
Ellas construyen un clima que agobia, tensa los músculos, envuelve. Esas dos mujeres, entrelazadas por los cuerpos muertos que cocinan, muestran sus peores costados y también sus rayos de luz. La hora pasa. Tres o cuatro testigos intentan devolver en un aplauso de pocas manos semejante entrega. Una de las dos se tira al piso, desplomada. Ya están listas para el estreno.
CRÉDITO: Natalia Pandolfo
FOTOS: Pablo Aguirre