Cinco y media de la tarde. Lo primero que siento cuando piso la vereda es el calor, el calor narcótico de esta ciudad, que este año tardó en llegar pero ya está entre nosotros. Lo primero que veo es el brazo de una chica, colgando de la ventanilla de un auto como una víbora apaleada. Lo primero que escucho es la voz de una madre que arrastra a su hijo de un metro y le grita a su vecina que está enfrente: “Vengo del médico y me voy a la fiestita del jardín, tengo tantas cosas en la cabeza…”. Esta masa de datos me confirma, en un segundo, lo que estuve pensando sin pensar durante los últimos días: llegó el final del año. Tenemos que apurarnos, terminar cosas pendientes, porque en nuestros cerebros el fin de año es el final de una versión de nosotros mismos. Tenemos un año para armarnos como un muñeco y a algunos todavía nos faltan partes importantes del cuerpo como los brazos.

Vivimos cíclicamente. Eso, incluso, nos da cierta tranquilidad. Estaciones, períodos que se repiten. Pero nunca aprendemos nada. Somos como los perros de Pavlov, al mismo estímulo siempre la misma respuesta. Y a esta altura, como todos los años, estamos desquiciados. Deberíamos seguir ese consejo que Virginia Woolf anota, salvando la distancia, en un ensayito titulado “Pensamientos de paz durante un ataque aéreo”. Habla de la guerra, de la posibilidad de que una bomba caiga en la misma pieza en la que escribe, pero lo que dice tiene un alcance universal: “Hasta que no hagamos existir la paz con el poder de nuestros pensamientos, todos nosotros –no sólo este cuerpo en esta cama sino los millones de cuerpos que todavía no han nacido– yaceremos en la misma oscuridad y oiremos el mismo zumbido de la muerte sobre nuestras cabezas”. No es tan fácil, Virginia, por eso terminaste llenando los bolsillos de tu saco con piedras para hundirte en un río inglés que hoy está contaminado.

Sin darnos cuenta, entre despedidas de año y cenas grupales caemos por la rampa que nos lleva a la picadora de carne, incluso para los más ateos: la Navidad y más allá, el apocalipsis del año. Ya hay algunos signos. En los negocios de la peatonal están firmes los árboles de plástico verde, con lucecitas y adornos nórdicos que brillan en la baja presión de la atmósfera. Un diario peruano publicó este titular: “Riesgo de derrame cerebral e infarto aumentan en 30% durante las fiestas de fin de año”. En la foto hay un pan dulce cortado. Sí, habla de los estómagos hinchados en la recta final del año, de los dientes triturando un pedazo de pollo frío o un canapé. Pero la noticia habla, al mismo tiempo, del vértigo que hay dentro de nuestras cabezas. Aunque ya sabemos que también esto pasará, como lo dijo algún sabio hindú, o como lo dice un poema de Estela Figueroa, “Terminaron las fiestas”: “Hubo padres y hermanos con quienes se brindó/por el año que comienza/deseándolo/menos penoso que el que pasamos./ Y hubo desconocidos que besaron nuestras mejillas/y a quienes besamos, sin comprender,/en realidad, tanta efusión.// Pero no queda más rastro que el arbolito/en el cuarto de la niña/y un par de zapatos rojos en el mío: anduve bastante”.

 

 

Crédito: Santiago Venturini