En un pueblo francés frente al Mediterráneo nació hace 150 años este poeta y ensayista francés. Su obsesión por desentrañar el misterio del arte marcó toda su obra

Los libros tienen los mismos enemigos que el hombre. El fuego, la humedad, los animales, el tiempo y su propio contenido.

Ambroise-Paul-Toussaint-Jules Valéry (30 de octubre de 1871 – 20 de julio de 1945) fue un escritor, poeta, ensayista y filósofo francés, que también trabajó como redactor del Ministerio de Guerra. Como poeta es el principal representante de la llamada poesía pura; su obra poética es considerada una de las más importantes de la poesía francesa del siglo XX. Por otra parte, su trabajo ensayístico es el de un hombre escéptico que despreciaba las ideas irracionales y la inspiración poética. Además, creía en la superioridad moral y práctica del trabajo, la conciencia y la razón.

Paul Valéry había nacido en un pueblo frente al Mediterráneo, Sète, que lo vinculó a la mitología griega, fuente de su pensamiento y meditaciones. El mar se convirtió así en un símbolo en relación con su poética y sus formulaciones filosóficas. Durante su adolescencia, se refugiaba del mundo social en su espíritu, al que llama “su isla”, donde él es Robinson, abierto y solitario ante la aventura del pensamiento, de la razón, de la inteligencia. A temprana edad empieza a anotar en un cuaderno sus ideas y sus interrogantes. A su muerte, sumaban 400 cuadernos, 28 mil páginas que él había decidido que no estuvieran accesibles al público hasta 50 años después de su muerte, donde volcó su actitud lúdica con respecto a las fórmulas matemáticas, un tema por el que estaba obsesionado, hasta el punto de someter al rigor del lenguaje matemático todos sus pensamientos.

A los 13 años no sólo le atraía el enigma de la exactitud, también se interesó por la poesía. Anotó en un cuaderno todos los versos que le gustaban y llegó a componer un diccionario de rimas. En sus años de aprendizaje, la escuela simbolista está en su apogeo y constituye una guía para sus primeros versos. Se apasiona por Victor Hugo, y aprende a pintar y a dibujar. Su hermano Jules envía a la Revue maritime de Marsella el poema “Rêves”, el primero publicado de Paul. Poco después da a conocer su primer artículo, “Notes sur la technique littéraire”, en el que, según T. S. Eliot, Valéry anuncia el credo de una nueva poesía de la que quedaba borrada la presencia del poeta maldito y anunciaba la llegada de un soñador “algebrista”.

El joven Paul se sentaba a pensar frente a la inmensidad del mar. Se sintió ligado al mar y adquirió un gusto especial también por los barcos. Intentó ingresar a la Escuela Naval, pero su examen no tuvo la calificación suficiente para ser admitido. Entonces profundizó su estudio de las matemáticas y desarrolló una admiración por la ciencia que llegó a plasmar en las páginas que le dedicó a Leonardo da Vinci.

Durante ese tiempo, en el que traba amistad con André Gide y con otras figuras literarias de la época, sus actividades principales consistían en añorar la frustrada carrera de marino (“Estoy ebrio de la belleza de las cosas del mar, y me esfuerzo por asir su hermosura arriesgada y triunfal”, escribía en 1891) y en descubrir, a partir de la lectura de A contrapelo de Joris-Karl Huysmans, la literatura, principalmente la obra de Stéphan Mallarmé. El conocimiento de la obra de este poeta, que en el siglo XIX puso la piedra fundacional de la poesía moderna del siglo XX con su poema “Una tirada de dados”, significó una gran revelación para Valéry, que rompe con sus antiguos ídolos y se convierte en un fanático comprometido con el logro de una conquista espiritual: la de penetrar en el misterio de la producción poética que lo había encandilado. Más tarde conoce personalmente a Mallarmé y participa de las tertulias que su padre intelectual ofrecía en su propia casa de la calle Roma, en París.

Para ese entonces ya encontraba en el arte “la única cosa sólida”, en la metafísica “nada más que necedad”, en la ciencia “una potencia demasiado especial”, en la vida práctica “una decadencia, una ignominia”.

Tesoro estable, templo de Minerva,

quietud masiva y visible reserva;

agua parpadeante, Ojo que en ti guardas

tanto sueño bajo un velo de llamas,

¡silencio mío!… ¡Edificio en el alma,

mas lleno de mil tejas de oro. Techo!

En 1892, en la noche del 4 al 5 de octubre, ocurrió en su vida una crisis que se conoce como la “Noche de Génova”. En esa ciudad portuaria, Valéry se cruzó por azar en la calle con una mujer catalana a la que ya había visto el año anterior, y de la que había quedado prendado. Era una mujer diez años mayor, a quien volvió a ver en otras ocasiones pero sin atreverse a abordarla. Según el testimonio de su amigo Henri Mondor, “su languidez y una coquetería de turbadora soltura lo habían herido y luego enamorado, cada día más, con desgarramientos, obsesiones, presagios extraños. Apenas sabía su nombre. Ella a él no lo conocía”. En una carta posterior a Guy de Pourtalès, Valéry le confió: “Creí volverme loco allí en 1892, en cierta noche blanca –blanca de relámpagos– que pasé sentado deseando ser fulminado”.

Como resultado del suceso, Valéry decidió separarse de sí mismo, de ese sí mismo que catalogaba de falso, al tiempo que separaba de sí los “ídolos”, como él los llamaba. El ídolo del amor, concentrado en una imagen que desarticulaba su intelecto, la mujer catalana; después la literatura, la religión; la emotividad, que destruía el equilibrio de la inteligencia. Pero a continuación, su sensibilidad lo obligó a buscar un sitio existencial estable. Eligió, según sus propias palabras, el intelecto, el ídolo intelecto. Desde ese punto, para él ya no tendría importancia el contenido, que sería solamente vanidad; lo esencial sería el mecanismo del hecho, el secreto de la forma.

De los versos lo que más le atrae es su arquitectura, la forma en que deben ajustarse a un patrón para generar sentido, el rigor en la construcción de un verso sometido a las reglas de la fonética y la métrica. Su tema favorito fue el acto de la poesía, el misterio del mecanismo poético. La belleza implicaba un método; Valéry estaba interesado en el descubrimiento de ese método y en rescatar a la poesía de ese misterio.

“Prosa y poesía se sirven de las mismas palabras, de la misma sintaxis, de las mismas formas y de los mismos sonidos o timbres, pero coordinados y excitados de otro modo –explicaba Valéry en la conferencia que dio en 1939 en la Universidad de Oxford–. (Sin embargo), el lenguaje útil, el que me sirve para expresar mis deseos, mis opiniones, mi mandato, se desvanece apenas es comprendido. Lo he emitido para que perezca, para que se transforme radicalmente en otra cosa en la mente de ustedes; y sabré que fui comprendido por el hecho sorprendente de que mi discurso ha dejado de existir: es reemplazado enteramente por su sentido, es decir, por imágenes, impulsos, reacciones o actos que les pertenecen: en suma, por una modificación interior de ustedes. De ello se deduce que la perfección de esa especie de lenguaje, cuyo único destino es ser comprendido, consiste evidentemente en la facilidad con la que se transforma en otra cosa muy distinta”.

“Por el contrario –contrasta en la misma exposición–, el poema no muere por haber vivido: está hecho expresamente para renacer de sus cenizas y ser de nuevo indefinidamente lo que acaba de ser. La poesía se reconoce en esta propiedad de hacerse reproducir en su forma: nos excita a reconstituirla idénticamente. Observen entonces los efectos de la poesía en ustedes mismos. Encontrarán que, en cada verso, el significado que se da a conocer en ustedes, lejos de destruir la forma musical que les ha sido comunicada, pide otra vez esa forma”.

Para mí solo, a mí solo, en mí mismo,

un corazón, en fuentes del poema,

entre el vacío y el suceso puro,

de mi íntima grandeza el eco aguardo,

cisterna amarga, oscura y resonante,

¡hueco en el alma, son siempre futuro!

Tras varios años de silencio, en medio del desasosiego de la Gran Guerra, escribe su poema “La joven parca”, que marca el comienzo de su consagración como poeta; allí da cuenta de su idea de poesía pura, donde el lenguaje y la estructura del verso son el leit motiv. Este poema le vale el reconocimiento, pero también genera rechazo por el grado de dificultad de su lectura. La exigencia planteada al lector se convirtió en un sello de su obra. Ante los problemas de interpretación, el mismo autor decía que sus versos tenían el sentido que el lector quisiera darles. Los poemas de Valéry son considerados en la actualidad los dramas condensados del pensamiento del autor; se lo acusó de tomar a la filosofía como el personaje de sus poemas, pero en eso consistía justamente su aventura intelectual y poética.

Paul Valéry consolida su prestigio en las letras francesas con la publicación de El cementerio marino. Los honores oficiales empezaron a sucederse, y en 1925 fue elegido miembro de la Academia Francesa. Es la pieza clave de la llamada poesía pura, la reflexión filosófica sobre el ser y su existencia plasmada en la idea de los dioses que definen un destino. El poema es solo una forma que articula un pensamiento, expresada mediante imágenes provocadas por la presencia del mar y todo lo que significó para el poeta como enigma de la existencia. Los dioses al final sobreviven a la negación del poeta, el poema plantea la imposibilidad de la poesía. Estos versos tuvieron múltiples interpretaciones, y también un detractor, el pensador franco-rumano Emile Cioran, que decía que en el fondo Valéry desconfiaba de la poesía.

Sin embargo, pese a todo, en la obra de Valéry prevalece el artista. Al margen de cualquier posible interpretación filosófica, lo que cautiva de los versos de El cementerio marino es su belleza formal, su musicalidad, su plástica. Aunque este artista vea sólo a través de los ojos de la inteligencia y aunque le interese menos la obra realizada que el complejo proceso de su realización.

Durante la ocupación alemana no solamente rehusó colaborar, sino que hasta se atrevió, en su carácter de secretario de la Academia Francesa, a pronunciar el elogio fúnebre “del judío Henri Bergson”. Este pronunciamiento le valió la destitución de su cargo de administrador del Centro Universitario de Niza.

De 1938 a 1945 vivió una secreta relación sentimental con Jeanne Loviton, una abogada treinta y dos años más joven, que escribía novelas con el seudónimo de Jean Voilier, y cuya vida amorosa había estado ligada a varios escritores de la época. Este romance (“Oh triunfo de mi ocaso, que doras mi crepúsculo con mirada de amor”) le inspiró a Valéry la escritura de centenares de poemas de amor, que él mismo corrigió y ordenó y a los que decidió titular Corona & Coronilla, así, en español.

Para algunos biógrafos del poeta, el hecho de que su amante lo abandonara para casarse con el editor Robert Denoël sumió a Valéry en la tristeza y fue un factor importante en su muerte, ocurrida dos meses después de ese abandono, el 15 de julio de 1945. Luego de unos funerales nacionales, ordenados por el presidente Charles de Gaulle, fue sepultado en Sète, en el cementerio marino que había inspirado su poema.

 

 

Fuente: infobae.

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