“Papá, ¡no voy más a misa!”.
Lo sentenció y se apresuró a entrar a la casa, segura, con paso firme, tras abandonar la iglesia de López y Planes al 4100. Ese cura era un retrógrado. Parecía que no era suficiente tener a esas carmelitas en clausura, allí, en esa parroquia rígida y poco amable. No, no era suficiente. Además había que dar sermones sobre cómo se debían comportar las parejas que sin matrimonio no tendrían futuro ni respaldo divino. La indignación la sublevaba. Sin saberlo –o sí–, aquella ruptura con la Iglesia sería mucho más que una acción rebelde frente a todos los sacramentos que había aceptado hasta ese momento (bautismo, comunión y confirmación), con la infancia ya en sus espaldas. Tendría que transcurrir un tiempo hasta que ella pudiese reconocer que aquella decisión, tomada en el verano de 1994, sería un posicionamiento personal y político y no un arrebato. Mucho menos un simple desafío. Pero hasta ese momento su voluntad no era otra cosa que romper con una costumbre que ya no tenía sentido para ella. Sin embargo, en su familia, ir a misa no era una costumbre o un ritual. Era un deber. Sin muchas vueltas, agitándose en su vestidito beige y sus sandalias de tiras marrones, ingresó a la casa dejando atrás y para siempre la obligación dominical.
Mientras el almuerzo ya se podía oler en la casa de Juan del Campillo al 3600, las palabras de Sofía provocaron que Manuel levantase la mirada hacia el cielo, detrás de sus anteojos oscuros, sin decir nada más que “bueno, está bien, como quieras”. Ni una objeción, ni un comentario, ni una sugerencia. Estaba parado en la puerta de calle, con su chomba de rayas azul y roja, sus vaqueros y las zapatillas de lona. En el bolsillo del pantalón estaba escondido su paquete de cigarrillos. Llevaba el diario bajo el brazo y luego de escucharla, ingresó a la vivienda detrás de ella. El hombre sabía que la determinación de su hija generaría una tormenta en el frente materno, pero prefirió no anticipar los nubarrones. Para él –que de comehostia y chupacirio poco y nada tenía y mucho reprochaba– el flamante anuncio no implicaba mayores malestares. Se podía decir que le daba igual. Incluso y aunque no lo expresase, era capaz de advertir la independencia que la adolescente de cabellos castaños y largos iba conquistando mientras crecía (no solo físicamente). Él era un hijo y nieto de inmigrantes italianos que entraba a una iglesia por cierto respeto a la ocasión, el bautismo, la comunión o el casamiento de algún pariente o conocido, sin elevar plegarias ni santiguarse. Y desde que era una chiquita, Sofía lo enorgullecía, se sentía agraciado cada vez que conversaba con ella, cada vez que la escuchaba argumentar en su precocidad, cada vez que ella buscaba en él confianza y respaldo. Al vínculo paterno filial se le había adherido una complicidad que era reconfortante para uno y otra. Así, los dos, pasaron la puerta con vitrales y recorrieron el pasillo hacia la cocina.
El abandono de la ceremonia religiosa se debía topar, aún, con esa suerte de matrona que erigía su imperio, en esas horas soleadas de domingo, entre el patio y la cocina. No era ni más ni menos que María, la madre, la esposa y la menor de ocho hermanos (seis mujeres y dos varones). Esta mujer era parte fundamental del clan que se había criado en San Justo, llevando una vida de carencias y sacrificios, formado bajo el mandato de la misa de 11, las oraciones, las velas encendidas frente a las fotos de los muertos, los rosarios bendecidos, las recorridas por el cementerio en fechas especiales y esa concepción irrefutable que moldeó tantas vidas bajo la representación del pecado como una inmoralidad. Era la religiosidad la que garantizaba decencia, vergüenza y recato. Todo bajo el amparo de la milenaria moral judeocristiana. Dios inspire y Dios ampare.
María siempre había tenido el cabello corto, al menos eso testimonian las fotos de su juventud y era lo que sabían decir las tías, las primas y los primos de Sofía. Se lo teñía de color cobrizo, nunca se le vio una cana. No era muy alta pero nunca, de ninguna forma ni en ningún lugar, María pasaba inadvertida. Su estampa impecable, su coquetería, sus tacos y todas sus habilidades culinarias la dejaban siempre bien parada. Como enfermera, la profesión que misionaba con vocación y total responsabilidad, también se destacaba. Si ella colocaba una inyección, el pinchazo no dolía. Se sabía de antemano. Por eso que se suele definir como “los golpes de la vida” y por su propia tenacidad, María había aprendido a no tener miedo, aunque vibrase temor en cada uno de sus músculos por tanto dolor tragado, aunque hubiese aceptado llevar una cruz que se cargó cual juramento a cumplir por obediencia. De los llantos había que recuperarse rápido, poniendo el pecho y el cuerpo entero, mientras las penas se hacían un nudito que se escondía en algún cajón de la cómoda. Al otro día, sonaría el despertador, se habría de levantar y empezaría el día con la frente en alto, como lo había hecho desde que tuvo que salir a trabajar siendo una nena. Eso sí, había que ir a misa para dejar el alma en paz. Delante de la cocina, como guardiana y artífice del lugar, estaba parada. La musculosa celeste dejaba ver unos brazos enérgicos, tan enérgicos como ella. De los pies a la cabeza. Así, con los dorsos de las manos en la cintura recibió la noticia: su hija había decidido no volver a misa. “¡Atea!”, le escupió, rezongando en voz baja y un tanto dolida.
Sofía ya no era la nena que María llevaba a pasear los sábados por la peatonal. Ahora Sofía ya no elegía la ropa que María le compraba o le cosía y andaba con “esas” amigas. Sofía quería diferenciarse de su madre. Pero María no podía asimilar ese proceso como un desarrollo personal ni como una identidad propia que ya tenía un perfil definido. No. Esa no era la hija que ella tanto había deseado, había gestado, había alimentado y había cuidado como a una pieza de cristal, velando para que no estuviese enferma, para que no tuviese que faltar a la escuela y para que su guardapolvo se luciese impoluto. Sofía caminaba su adolescencia y, paso a paso, se alejaba de María. ¡Y ahora esto de no ir más a misa! María endureció su rictus. Esa fue la respuesta que esa atrevida con ínfulas recibió. La atrevida Sofía no se sorprendió, pero no es menos cierto que hubiese preferido poder conversar alguna vez con su madre sin enojos, ni críticas, ni miradas condenatorias, ni tabúes. Manuel trató de no agravar la situación y se acercó a la mesa de la cocina para almorzar, en un gesto conciliatorio que podía entenderse como un “hablemos de otra cosa, cambiemos de tema y tengamos la fiesta en paz”. Al fin y al cabo, era mediodía de domingo y para él el manjar que hubiese elaborado su esposa debía honrarse. El hijo y nieto de inmigrantes italianos no iba a plantar bandera contra una de esas tradiciones que le daban sentido a la palabra familia. Por su sangre también corrían preceptos que acatar.
La adolescencia de Sofía corría a la par de los años 90, entre casetes grabados de la radio con mucho rock nacional, otros copiados con canciones de Silvio Rodríguez y de Joan Manuel Serrat, más algunos libros que podía comprar en mesas de ofertas y otros que sacaba de la biblioteca de la escuela. A sus 14 ya era una ávida lectora. Eduardo Galeano, Julio Cortázar y Mario Benedetti eran los preferidos en esa etapa de su vida. Roberto Arlt vendría después. En la literatura encontraba mucho de lo que pretendía de sí misma. La lectura le permitía conocer historias reales o ficticias, reflexionar, aprender de personajes históricos, comprender otras realidades, abrazar amores, soñar con otras calles y otras personas, luchar por un mundo diferente, darles respuestas a muchos interrogantes y abrir más preguntas alrededor de ese país, su país, que ya había ingresado en la posmodernidad al mismo tiempo que lidiaba con su subdesarrollo y su tercermundismo.
El agnosticismo de Sofía se encauzaba en un universo un poco idealizado y mucho más adulto que adolescente, a decir verdad. Pero por sobre todas las cosas, lo que ella no deseaba y menospreciaba con total convicción era ser una chica frívola, banal, superficial. No deseaba ser lo que la contemporaneidad parecía imponerle para ser parte, para pertenecer, para ser reconocida por sus pares. Los ‘90 eran frívolos. Frívolos, consumistas, globalizados, cada vez más tecnologizados, veloces. No iba a ser fácil conciliar esa época con su pensamiento de joven sesentista fuera de contexto, atemporal. Lo que debía hacer era sostener una actitud crítica y polémica, tal era la batalla que pensaba dar en casa y fuera de ella. Todo lo cual imprimió marcas en su personalidad porque esas cosas no son sencillas. Es por eso que la adolescente que sabía hacer planteos se hacía notar en clases y entre las aulas de esa escuela pública, laica y gratuita que ella misma había elegido.
Además de la escuela, Sofía compartía tiempo con sus amigas. Hacía poco había visto una película con una escena de sexo atípica (con una bañera y unos juguetes) en la casa de una de las chicas, la que tenía videocasetera. Habrían de pasar varios años hasta que ella recordase el filme y advirtiese que aquella película era “Átame”, de Pedro Almodóvar, y que la protagonista era Victoria Abril. En ese clima de descubrimiento, tenía un póster de Fito Páez en su cuarto, cantaba de memoria todos los temas de “El amor después del amor”, mientras en el repertorio de su día a día convivían Charly García, Soda Stereo, Virus y los Abuelos de la Nada a la cabeza. En ese mundo cultural se sentía a gusto y fascinada.
Una vez terminada la secundaria, Sofía comenzó a ser estudiante universitaria de una carrera de ciencias sociales, tal como se lo había propuesto y con el aval orgulloso de Manuel. Como era de esperar –sobre todo para su papá–, ella contaba con la capacidad suficiente para estudiar, hacer trabajos prácticos y rendir materias. No menos cierto era que se tenía que volver independiente en lo económico. En poco tiempo, la adolescente avanzó hacia esa juventud que la encontraría ya mujer trabajadora y egresada de su querida carrera. El paso siguiente era partir de la casa materna y alcanzar la anhelada independencia, su vida de soltera, sin María bajo el mismo techo. Pero eso tardaría en llegar.
Cuando conversó con su padre sobre su deseo de vivir sola, no encontró apoyo. No entendía la causa. ¿Qué pasa papá? Sabía que sería difícil, sobre todo en el frente materno, pero no imposible. El semblante de Manuel demostraba que algo ocurría y ella no lograba descifrarlo. Él tampoco sabía cómo decirlo, solo tenía la cabeza baja. El hijo y nieto de inmigrantes italianos también se había hecho a los golpes y ante las adversidades, no hablaba. Pensaba, pensaba mucho, caminaba con manos en los bolsillos por la vereda, cavilaba mientras leía el diario, no hablaba y fumaba.
Ese algo que no se podía decir anidaba en la salud de María. Y Sofía lo descubrió luego de hacer un llamado telefónico a un médico que no conocía y frente al cual hubo de presentarse. “La metástasis llegó a la médula y no hay nada más que hacer”, le explicó el hombre del otro lado de la línea. Ese médico le estaba diciendo que su madre moriría. En poco tiempo, María no estaría más. Manuel sucumbía en la desolación y Sofía entraba en un traumático período de desconcierto. La casa empezaba a quedarse sin techo, un padre y una hija sufrirían la sensación de una intemperie tan cruel como desesperante y nada volvería a ser como antes. Fueron pocos los meses que necesitó el ominoso cáncer de mama para corroer la fortaleza de María. Diez años antes, esta mujer había pasado por lo mismo, pero lo había superado con una operación que le dejó sólo un seno. Tal como antes, tal como siempre, María seguía empeñada en vivir, mientras acudía a sesiones de quimio que la dejaban postrada. No quería morirse. En esa situación imprevisible y perturbadora, Sofía había visto por primera vez llorar a su padre, a quien abrazó en la cocina cuando él le dijo lastimado “¿qué voy a hacer sin ella?”.
Mientras transcurrían esos agónicos días, una tarde María se acercó al cuarto de su hija, la miró apesadumbrada y le preguntó: “Sofía, ¿cuándo vas a ir a misa?”. Antes de morirse, necesitaba una certeza sobre ese asunto que ya arrastraba más de una década. “Mamá, no voy a ir más. Nunca más. ¿Para qué? Si vos te estás muriendo. Decime vos qué hace tu Dios ahora que te estás muriendo de esta manera, cada vez con menos cabello, con la boca llena de llagas, atravesando una penuria insoportable, miserable, inhumana. ¿Dónde está la misericordia, mamá? ¿Qué es este calvario? ¡Justamente vos vas a terminar así, cargada de padecimiento!”. En ese pensamiento no verbalizado se plasmaban todas las explicaciones del ateísmo de una hija y de la religiosidad de una madre.
Como si se mirase en un espejo y reconociese su propia personalidad, Sofía le sostuvo la mirada a María, hizo silencio y le cambió de tema. La interrogación de aquella mujer desahuciada no tuvo respuesta. La hija no iba a mentirle, pero responderle con la verdad hubiese sido sumar mayor desconsuelo a un ser que se apagaba, se consumía en una atmósfera triste. El día del entierro, alguien de la familia comenzó a rezar. Sofía miraba estupefacta el nicho y lloraba, abrazada a ese padre que con digna compostura sobrellevaba el peor día de su vida. Ella nunca supo si alguien encomendó una misa en memoria de su mamá. Si así hubiese sido, ella no habría ido. Se había muerto María y toda su generosa humanidad. Sofía solo quería llorar, sin consuelo ni descanso, hasta secarse.
Texto: María Luisa Lelli