El Festival de Teatro de Rafaela es su marca, el sello que lo posicionó como un fuerte referente cultural del interior del país. Marcelo Allasino: un artista que rompe moldes y construye mundos.
Suspira, mide las palabras, las paladea. Pareciera tener el poder de escuchar cómo sonará lo que va a decir: de sopesar el efecto antes de largar la bocanada. La parsimonia se agradece: es de los pocos entrevistados que pueden ser sometidos a desgrabación en tiempo casi real.
Los reflectores de la décima edición del Festival de Teatro de Rafaela acaban de apagarse y él, inventor del gran fenómeno y secretario de Cultura de esa ciudad desde 2011, dice que ese encuentro es un símbolo emotivo: que es el evento ideal del que todos quieren formar parte, ese que soñó durante años junto a otros artistas de su ciudad.
– ¿Lo habías soñado así?
– Con este impacto en la comunidad, sinceramente, no. Cuando hicimos la Fiesta Nacional del Teatro en 2004 y se produjo esa rareza que llamó la atención a los medios del país, para nosotros también fue una sorpresa. Esperábamos que resultara bien, pero nunca imaginamos esa potencia.
La potencia puede medirse en números: 18 mil personas protagonizando una peregrinación pagana por salas, plazas, carpas de circo y vecinales durante seis días; 32 espectáculos con más de 70 funciones, talleres, charlas, muestras y seminarios, más 4.000 espectadores viendo y escuchando y viviendo y disfrutando propuestas en las subsedes.
Si se tratara de poner etiquetas, a Allasino le corresponderían las de autor, gestor, intérprete, director y coreógrafo. Estudió en Nueva York y se formó con grandes maestros del teatro y de la danza del país y del exterior. En 1989 creó el grupo Punto T, puntal inicial para lo que sería la conformación del Centro Cultural La Máscara, una usina creativa que dirigió hasta que alguien golpeó a su puerta y le ofreció servirse, de la plancha de etiquetas, la de funcionario público.
– ¿Cómo fue que decidiste ser artista?
– Con el deporte me iba bastante mal. Lo intentaba, ojo. Mis padres me insistían para ver dónde podía encajar: probábamos en fútbol, no; entonces en básquet; tampoco; en tenis, y así. Por otro lado me alimentaban un costado más creativo, porque siempre fui muy curioso, muy inquieto. Entonces me mandaban a talleres de plástica, de música, de guitarra.
Pero creo que hay un hecho que marca una decisión personal, un desvío del camino, y tiene que ver con que cuando terminé la secundaria todos apostaban a que siguiera una carrera importante, porque parece que era buen alumno. Mi objetivo era estudiar Bellas Artes en la Mantovani; tenía una amiga que estudiaba allí y yo fui a visitar la escuela y me volví loco. Pero el entorno no colaboró y mi decisión entonces se volcó hacia Arquitectura.
Así fue que empecé a estudiar en la UNL. Duré quince días. Un día levanté el teléfono y dije: ‘Me vuelvo’. Yo para entonces ya estaba involucrado en una compañía teatral en Rafaela, que dirigía Antonio Germano, y estaban ensayando «La increíble historia del Doctor Leoni», que fue un espectáculo paradigmático en la historia del grupo. Yo estaba en las clases de la carrera de Arquitectura y pensaba en lo que me estaba perdiendo. Ahí me di cuenta de que iba a ser un desastre. Entonces tomé la decisión rápidamente, porque además para mis padres era un sacrificio importante enviarme a estudiar afuera. Esa decisión marcó con contundencia un cambio de rumbo. Me dijeron ‘Ok, pero la semana que viene empezás a trabajar en algún lado’. Así fue que a los 19 años comencé a laburar y, por otro lado, a ponerle fichas a la producción teatral.
– ¿Hubo alguna obra que te impactara, que recuerdes especialmente?
– Cuando andaba por tercer o cuarto año de la secundaria nos llevaron a ver una obra con la escuela. Era la primera vez que yo veía un espectáculo teatral. Estaba protagonizado por José ‘Pepe’ Fanto, un queridísimo actor de Rafaela que después tuve el honor de dirigir durante varios años. Ese espectáculo, “La pálida”, me impactó y me hizo entender qué era el teatro. Yo tenía cierto prejuicio: lo que le pasa a la mayoría de la gente que no ha visto una obra en su vida, se imaginan que es algo aburrido o difícil de entender.
Esta propuesta era muy visual, muy contemporánea, muy arriesgada para su momento. Y eso fue lo que me impulsó a querer estudiar teatro. Al año siguiente me anoté en un taller del Liceo Municipal Miguel Flores, un espacio de formación artística gratuito. Ahí empecé a hacer mis primeros pasos. Y desde ahí no paré.
– ¿Qué significa el teatro hoy para vos?
– Es una forma de comunicación tremendamente potente, para mí no se iguala a ninguna de las otras expresiones artísticas. El hecho vivo tiene la fuerza de compartir, hace trascender el hecho artístico a un hecho político y social muy fuerte. Yo siento que cada uno de los espectáculos que hice me transformó: que personalmente fui transformado por este modo de construir, de hacer.
– ¿Alguno en particular que te haya marcado?
– A mí siempre me interesó la dramaturgia con los actores. He trabajado en puestas con textos de otros autores o grandes textos de la literatura universal, pero los trabajos que más me han modificado son obras como «Noche de ronda», o «La Brusarola» o «Kilómetro 228»: esos laburos son, dentro del corpus de producción del grupo, los que más me representan. Son, además, los más arriesgados que ha hecho el equipo y los que, a nivel personal, más me han modificado.
– ¿Cómo ves hoy el panorama teatral en el país?
– Es complejo, diverso y desparejo. Hay en nuestro mapa focos intensos, de una producción muy grande y profesional, comprometida desde las ideas y desde la producción; y hay otras zonas del país que producen mucho teatro también pero con una mirada un poco más amateur. A diferencia de lo que pasa en el resto de Latinoamérica, Argentina tiene una producción muy intensa en cada una de las provincias: en todas hay grupos que producen, que son el gran motor. Pero es innegable que Buenos Aires es la capital teatral: es algo que desde el interior tenemos que asumir, para poder entender con claridad dónde estamos posicionados y qué necesitamos hacer para tener una producción sostenida, que compita en ciertos niveles.
Luego hay ciudades como Mendoza, Córdoba, Rosario, Tucumán, que tienen centros de formación importantes y una producción en cantidad muy intensa. Creo que hoy la producción es diversa y un poco despareja en cuanto a los recursos y a las posibilidades.
– ¿Cómo se inserta Rafaela en este mapa?
– En Rafaela se produce algo muy particular. Creo que la influencia que hemos recibido de parte de nuestros colonizadores, de la corriente inmigratoria, con un componente europeo -sobre todo italiano- muy fuerte, hizo que en la región florecieran pequeños cuadros filodramáticos, grupitos de teatro, desde fines del siglo XIX; y surgieran también unas salas teatrales preciosas, las famosas Sociedades Italianas. Hay ahí una cuestión en la composición de nuestra identidad que marca una diferencia notoria en cuanto a otras regiones del país.
Y hay también una historia teatral de esos pequeños grupos, que fueron creciendo y que hacen que esta región tenga una historia teatral llamativa.
Para mí no es un dato menor el hecho de que exista una institución como el Centro Ciudad de Rafaela, que tiene 80 años de trayectoria y que es una de las instituciones teatrales más antiguas del país. Esos datos ya hacen que se configure un perfil diferente, en el que el teatro tiene una presencia sostenida durante muchas décadas: una historia.
Por otra parte hay una especie de decisión de trabajar, de darle para adelante, que se nota a lo largo del tiempo en cuanto a la producción económica y agroindustrial. Hay una tendencia a ir en contra de las dificultades, a concentrarse en el laburo. Creo que eso también influye en el modo de construir redes, de generar espacios, de llevar adelante proyectos que tiñen también lo teatral.
– ¿Cómo se equilibra el trabajo que demanda la función pública con la labor creativa?
– Me cuesta bastante. En estos dos años y medio de función pública no he podido involucrarme en proyectos con mi compañía. Del teatro lo que más me interesa es ese perfil de grupo, de hacer las cosas en equipo, eso tiene su valor transformador. Mi compañía desde hace dos años y medio está involucrada en proyectos con otros directores del grupo y yo me he volcado más a la escritura. Tuve la suerte en estos años de aprovechar la llegada a Rafaela de algunos dramaturgos como Santiago Loza o Lautaro Vilo, que han venido a dictar seminarios, y pude volver a conectarme con la escritura. Mi costado creativo estuvo cubierto por ese lado, digamos.
La función pública quita mucho tiempo para comprometerte en proyectos. Cuando me propusieron el cargo lo conversé con mi familia (mis padres, mis tres hermanas y mis cuñados) y luego con mi equipo de La Máscara, porque con ellos se iba a producir un cambio muy importante. Yo en ese momento era el presidente de la institución y el director de la compañía, así que para mí era importante contar con su respaldo y quedarme tranquilo de que el proyecto iba a seguir con la misma energía. Tanto mi familia como mis compañeros me dieron un apoyo total, y eso me animó a decir que sí.
– ¿Qué opinan tus viejos hoy?
– Son los primeros espectadores en todo lo que hago. Los dos están jubilados, tienen tiempo y les encanta el teatro. Durante el festival me los encuentro siempre haciendo colas, adentro de las salas viendo las funciones, en todas partes.
– Deben ser los peores críticos…
– Tienen una mirada muy aguda. Mi papá siempre fue empleado administrativo y mi mamá ama de casa, pero vieron mucho teatro y le dan siempre en la tecla. Creo que ellos representan a ese público rafaelino del que todos los artistas que vienen hablan maravillados.
CRÉDITOS: Natalia Pandolfo
FOTOS: Pablo Aguirre