El silencio visceral de la noche lleva al día en su entraña, porque le precedió en el tiempo y le sucederá después de las horas quietas. Y, la oscuridad, no es otra cosa que lainclinación sobreviviente de la luz que, se recuerda y se pretende.
La memoria juega con el fuego y vuelve a juzgar el humo espeso de la leña, entrando por la nariz para hospedarse en el registro de un incendio y de un horno preparado para dorar la masa hinchada de unos panes.
Crepita la llama y galopa la tierra. Unos pisotones desarman los terrones que se apelmazan sobre la raíz recién plantada. Así la sombra empieza a gestarse, minúscula y circular al mediodía; un día menos separada de ese redondel oscuro en el que se convertirá, si la tormenta no arrecia.
La copa madura, patria de pájaros, cercana y ejemplar, remonta la distancia breve hacia el cielo. Busca, para las hojas, el espejo del agua que sus pies tantean, soterrados. Se halla en el líquido, en la lámina blandida por el fondo de un tanque.
La imagen se disuelve con la ráfaga. Un aire temporal es suficiente para soplar las ensoñaciones, y situarlas en esas franjas esquivas que buscan bordes. El viento se lleva el boceto de las hojas pero acerca las palpitaciones de unos hachazos lejanos.
Aire. Agua. Tierra. Fuego. Así, la noche habilita el poderío incuestionable de todas las fuerzas, para alcanzar la diáspora de los pensamientos. Pero se acallan en su tumulto al escuchar con atención el latido de este corazón solo.
Crédito y fotos: Fernando Marchi Schmidt