Inés Massino y Azucena Olmos son las mamás de Julio Cabal y Maxi Olmos, dos de las 76 personas asesinadas en el departamento La Capital en sólo 280 días. Piden ser atendidas por los responsables de Seguridad: «Cuando uno comete un error hay que pedir disculpas, decir me equivoqué. Esconderse, para mí, es lo peor, tienen que dar la cara».

Una noche se encontraron en la explanada de un edificio público. Y vieron las caras de sus hijos en cientos de carteles. Qué hacemos acá, pensaron, aguantando el dolor. Y ahí, de pie, aunque las piernas tiemblen, Azucena Olmos e Inés Massino estaban haciendo lo que otros, tantos otros, no hacen: reclamar, investigar, pedir una y otra vez que los testigos se despabilen y hablen y cuenten qué pasó. Quiénes, cómo, por qué, mataron a sus hijos.

Cuando esta revista salga a la calle quizás ya haya aparecido el automovilista que clavó los frenos en la intersección de los pasajes Pasteur y Larramendi, cuando la moto de Maxi Olmos estaba en el piso y sus matadores desoyeron los gritos de los vecinos. Cuando esta nota salga a la calle quizás las autoridades de Seguridad se hayan comunicado con Azucena e Inés. Cuando esta revista salga a la calle quizás el mundo sea un poco más justo, como soñaba Julio Cabal. Pero hasta la tarde en la que se realizó esta entrevista, ninguno de esos «quizás» se concretaron.

—En estos días ustedes hablaron con diferentes legisladores, comunicadores, marcharon una y otra vez. Sin embargo, ¿quiénes consideran que aún no las oyó?

—El ministro de Seguridad, Pullaro –señala Inés Massino, madre del Julio Cabal, que fue asesinado en un intento de robo el 17 de septiembre a las 13.30, en un comercio ubicado en pleno centro santafesino–. Creo que él (Maximiliano Pullaro) tendría que venir a conversar con nosotras que, de alguna manera, representamos el hartazgo de la gente. El gobernador debería haber salido a hablar un poco más en serio de las cuestiones de seguridad. Te juro que si nos hubiera acompañado en la marcha me hubiera parecido muy bueno. Cuando uno comete un error hay que pedir disculpas, decir me equivoqué. Esconderse, para mí, es lo peor, tienen que dar la cara».

—A mí no me llamó nadie –Afirma Azucena, mientras hace un repaso de lo que deja la violencia en Santa Fe–. Cuando ayer estábamos marchando en la legislatura, estaba la mamá y la tía de un chico que murió en un accidente de tránsito; la esposa de un policía injustamente encarcelado por denunciar narcos; la mamá de Lucas, un chico que mataron y ella sabe todo, presenta pruebas de lo que pasó y no le dan bolilla. También estaba la mamá de una chica que mataron en la Estación Mitre, un femicidio. Era un delirio, éramos un mundo de injusticias, todas con causas diferentes, pero todas con hijos muertos por la violencia y el delito.

Hay alguien que vio todo

Si bien por el asesinato de Julio hubo un detenido, gracias a testigos e imágenes de cámaras de seguridad, en el caso de Maxi Olmos todavía no se pudo detener a los autores del asesinato ocurrido el 19 de septiembre, luego de que dos personas a bordo de una motocicleta lo persiguieran para robarle la Honda Tornado que conducía. En la intersección de los pasajes Larramendi y Pasteur un auto frenó cuando la moto de Maxi derrapó: «Hay un auto que tuvo que frenar, esa persona vio cosas. Esa persona vio quiénes fueron los que lo mataron a mi hijo. Sólo pido como madre: Yo necesito justicia para mi hijo. El que iba en ese auto es un testigo clave, hay alguien en Santa Fe que fue clave para ver qué pasó con mi hijo. Hace poco detuvieron a una banda que robaba motos, no lo pueden vincular con lo de Maxi porque no hay testigos. Tampoco apareció nunca más la moto de mi hijo».

Por ellos

Por razones diferentes, tanto Inés como Azucena tuvieron que poner blanco sobre negro sobre versiones atolondradas de algunos periodistas o para despegarse del reclamo simplista y vacío de mano dura. Ambas madres tuvieron que salir a explicar «que mi hijo creía en que éramos todos iguales, que los pibes necesitan oportunidades, que estudió psicología para entender a las personas, para ayudar, que le encantaba Megadeth», en el caso de Julio.

Que Maxi era «más bueno que el pan, que se rompía el alma trabajando, que vivía con una sonrisa, fue el mejor promedio en la escuela, el mejor compañero, que jugaba a la pelota en Sportivo Guadalupe. Y proyectaba junto con su pareja tener un hijo».

¿Cómo siguen adelante?

Inés —Por ellos. Ahora voy a empezar otro camino, yo no sé por dónde empezar pero algo voy a hacer, y pronto. No sé si lo haremos juntas con las otras mamás, o quien se quiera sumar, pero en Santa Fe tenemos que hacer algo. Me da mucha bronca tener que suplir el rol del Estado porque el Estado no actúa. Me parece espantoso pedir que se despabilen. Hay gente que no hace lo que tiene que hacer. Por qué si yo hago lo que tengo que hacer y mi hijo estaba haciendo lo que tenía que hacer y el hijo de Azucena estaba haciendo lo que tenía que hacer, tenemos que hacer nosotras el rol de los idiotas a los que les pagamos el sueldo para que al final no hagan nada. Es tanto lo que hay que cambiar y estoy tan enojada. Algo tiene que cambiar, algo vamos a hacer. Porque nuestros hijos no se merecían esto, no se lo merecían. Nosotras tampoco nos merecíamos estar este lugar. Nunca hubiera querido estar en este lugar de mierda en el que estoy porque a un tipo se le ocurrió salir a matar.

Estas dos mujeres que hoy se apuntalan, se cuidan, se abrazan, no se conocían hasta hace unos días atrás. «No nos une el amor sino el espanto», parafrasea Inés. «Nos une el dolor de haber perdido un hijo», dice Azucena y añade: «Nuestros hijos eran grandes personas. No se conocieron entre sí y nosotros no nos conocíamos, pero ahora sí sabemos. Ahora sí los conocemos. Sabemos que eran chicos trabajadores, sanos, mi hijo tenía 25 años y su esposa está devastada. Tengo un dolor tan grande, una bronca».

Cientos, miles

Azucena e Inés son dos madres entre cientos de familias que quedan destruidas a causa de la violencia, el delito y la falta de justicia. En lo que va del 2019, hasta el 7 de octubre, hubo 76 homicidios en el departamento La Capital.

Cinco días después de la entrevista se hizo una marcha más a la Legislatura. Los familiares llegan con las pancartas enrolladas de a dos, de a tres. Poco a poco se arriman, se juntan. En 30 minutos algunas de ellas se sentarán con un grupo de legisladores: «Acá estamos para que nos den explicaciones», dice Inés.

El cartel amarillo tapa el pecho de un niño: «Pido Justicia por mi papá, Leo Pérez», dice. Las otras pancartas y carteles coinciden con un pedido: JUSTICIA. Los nombres de personas que murieron en diferentes circunstancias, siempre violentas son: Lucas Pirovano, Tomás Licitra, Mauro Navarro, Francisco Sueldo, Vanesa Castillo, Natalia Guadalupe Catán, también está el nombre de Diego Román. Todos fueron víctimas de una serie de inoperancias, de situaciones que se podían evitar, de violencia desmedida. No hay especialistas tratando de resolver el cómo y los porqués. Hay carteles, hay pedidos, hay rabia.

Un policía sale de una puerta lateral de la legislatura y explica cómo será el ingreso de algunas de las madres. Pide que entren sin los carteles. Repasa un listado de nombres que tendrán permitido el acceso a la reunión. El resto de los hijos, padres, hermanos, novios, novias, amigos, quedan afuera, bajo el sol de una siesta calurosa. Pero que importa el calor, si lo que arde es la rabia de que nada cambia.

Texto: Guillermo Capoya

Fotos: Melina Dougaluk y Camila Gómez

Nombre de sección: Historias de vida

Edición: N° 77

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