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Gustavo López Torres, hijo de desaparecidos, busca reconstruir su identidad casi con los ojos vendados, con poca información y con una única certeza: debajo de alguna alfombra se esconde la verdad.

08 tapa sugerida_resultTiene 38 años y le dicen Pollo: uno de esos sobrenombres a los que uno se resigna porque cuando era chiquito cometió el pecado de ponerse un piyama amarillo. Es papá de dos pibes de 19 y 13 años; tiene taxi y taller mecánico, vive en Barranquitas. Cuenta su historia como quien va poniendo retazos sobre la mesa para armar la manta, sólo que invariablemente faltan piezas.
Guillermo López Torres y Susana Graciela Capocetti eran militantes montoneros. Él estudiaba Abogacía y ella Letras en la Universidad Católica. Hacían trabajo social en los barrios, con los curas tercermundistas. Él era de clase media, hijo de un militar; ella, de condición más humilde.
Los lazos familiares se estiraron hasta romperse cuando la pareja tomó la decisión de ingresar a la organización: papá militar/hijo montonero era una ecuación imposible.
Durante la primavera camporista, Guillermo consiguió un cargo en lo que hoy sería Desarrollo Social de la Municipalidad. Perón protagonizaba su histórico regreso cuando a la pareja le asignaron el barrio La Pasarela, en Paraná. En una de las idas y venidas a través del túnel los intercepta un policía. Envuelto en mantas iba con ellos Diego, su primer hijo. Corría 1975 y el país ya respiraba olor a muerte.
Gustavo cuenta la historia en tiempo presente. Echa a los tres perros -copia fiel uno del otro- que olfatean el grabador como si sospecharan algo, miran fijo a su amo y se van. Si pudieran hablar, se diría que rezongan.

Guillermo acelera el Citroen y escapa. En Santa Fe la pareja busca escondite en la casa de un familiar hasta que la organización les marca un nuevo destino: Rosario. Allá, en Bulevar Seguí y Vera Mujica, hacen pie con identidades falsas: Carlos y Elena.
Gustavo nació en 1976, en el Hospital Provincial de Rosario. Para poder salir, el papá ingresó un bolso con ropa, se cambiaron todos, pusieron al chiquito dentro del bolso y salieron como si fueran parte del heterogéneo mundo de las visitas.
Guillermo comenzó a trabajar de albañil: era azulejista; la mamá se dedicaba a los hijos.
– ¿Quién te contó todas estas cosas?
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– La vecina. Ella no sabía nada sobre mis viejos, lo único que pudo contarme es lo que veía: que un par de veces a la semana mi mamá nos dejaba porque se tenía que ir «al centro a hacer trámites», que a veces había gente que se quedaba a dormir en casa, y que ella le había contado que tenían familia en Santa Fe.
Era un barrio humilde, los patios separados con alambre. Esa vecina -su interés, su amabilidad, su compromiso- sería clave para el desenlace de la historia.

El 18 de agosto de 1977, a la mañana bien temprano pasa el hijo de la vecina, un pibe de 16 años, a buscar a Carlos para ir al laburo.
– Andá, tengo que hacer unas cositas y voy.
El pibe parte. Al rato, Guillermo sale con su bicicleta. «Se ve que olía algo raro», elucubra su hijo, sentado en el living de su casa de paredes celestes y verdes. Le dan la voz de alto, le tiran, le hieren. Algunos -era la hora de la escuela, había gente en la calle- dicen que de muerte; otros, que sólo para frenarlo. Lo suben a un Falcon y entran a la casa. Están dos horas: revuelven todo, se llevan todo.
06_result– Yo voy a comprar zapatillas al centro con estos señores. Cuidalo a tu hermanito, no te separes de él – le dice la mamá a Diego, de tres años, que guardó como pudo esas palabras, o algunas similares, en su memoria.
Susana estaba embarazada de seis meses. Los hermanos no supieron nunca más de sus padres, y tampoco de ese ser que vivía en el vientre de la mamá. «Yo tenía un año, ni me debo haber dado cuenta. Él no se acuerda de nada. Calculo que él sufrió más que yo», dice ese bebé que hoy exige respuestas a aquella promesa trunca.

Diego y Gustavo fueron a parar, separados, a las casas de dos celadoras del Juzgado de Menores. El mayor lloraba y reclamaba ver a su hermano: estaba empecinado en que tenía que cuidarlo. Así que una vez a la semana los reunían. Así pasaron tres meses: esa mujer joven y sin hijos le enseñó a caminar a Gustavo y le puso su primera camiseta: la de Ñuls. «Menos mal que la historia dio un par de giros», se ríe el tatengue.
Un día pasa por la vereda una clienta de Guillermo. «Ese nene es Gustavo, el hijo del azulejista. Yo conozco a la familia, tiene un hermano y la mamá está embarazada. Tienen parientes en Santa Fe», le dice a la celadora devenida mamá. Otra versión dice que fue la vecina quien se animó a ir al Juzgado a preguntar qué había pasado con esos hermanitos, y aportó los datos que ella tenía. Gustavo cree en la segunda opción.
05_resultEl Juzgado publica entonces, en El Litoral y en La Capital, un edicto que dice que dos hermanitos de tales características, que responden a tales nombres, fueron abandonados en la calle. Los abuelos paternos ven el diario y parten rumbo a Rosario. «Hubiera sido muy fácil que nos robaran, yo ni siquiera tenía documentos», reflexiona Gustavo, que guarda ese recorte como un tesoro.
Recuperada en parte la identidad, comenzó entonces para ellos una vida de paso firme, de despertador clavado en las ocho, de reglas estrictas y torsos siempre tapados, sentados a la mesa del abuelo militar. Los abuelos maternos alegaron que no estaban en condiciones de hacerse cargo de los chicos. «No había una foto de mis viejos en esa casa. Fue bravísimo», confiesa.

Para Gustavo, papá y mamá fueron los abuelos. Tardó años, décadas en comenzar a armar el rompecabezas. Había silencios, espacios vacíos, preguntas que no cerraban. Del tema casi no se hablaba. A los 13, 14 años comenzaron los intentos por escapar de esa casa en la que Bernardo Neustadt era palabra santa.

Un día aparece un bebé en la Plaza de las Banderas, con tres cartas prendidas de su enterito. El nene, Ignacio Laluf, es recuperado por su abuelo. Uno de los sobres era para la abuela materna de Gustavo: «Estamos bien, cuidá a los chicos, pronto vamos a volver», era el mensaje. Los padres del nene del enterito habían estado en la Quinta de Funes, en las afueras de Rosario, por lo cual Gustavo deduce que compartieron destino con los suyos.
Los veinte, treinta militantes que habían sido destinados desde Santa Fe a Rosario desaparecieron todos en esa época. No quedó ningún testimonio. Aquella gran panza de la mamá quedó flotando en forma de interrogante en la mirada de los dos hermanos.

Cuando muere el abuelo materno, a principios de los 80, suena el teléfono en casa: una voz anónima dice que la pareja va a aparecer y que va a poder estar en contacto con los hijos durante cinco minutos. Que estén ahí, que esperen.
«Nos peinaron y nos vistieron bien; nos metieron cartas, plata, de todo. Me sacaron antes del jardín, me acuerdo» dice Gustavo, y señala el edificio de la escuela de Fátima que hoy sigue siendo su vecino.
Esperaron los dos, vieron pasar las horas, el cajón entró en la tierra, las puertas del cementerio se cerraron, los padres nunca llegaron.
03_result«Uno a esa altura no sabe cosas, pero se las imagina. Nadie te explica nada y nadie sabe nada. Podían estar presos, podían haber salido del país. De hecho, cuando nuestros abuelos nos buscaron en el Juzgado tampoco sabían si ellos nos habían abandonado, si se habían ido: era todo a ciegas», dice.
– ¿Cómo fuiste elaborando tu historia?
– Tengo la imagen de ir caminando por Avenida Freyre, ya en democracia, con la foto de mis viejos. Teníamos siete, ocho años. Reclamábamos que volvieran, pero seguíamos sin entender nada. Después tengo el recuerdo de un día -habré tenido diez años- que le pregunté a mi abuela por qué todas las otras mamás eran jóvenes y ella no. Tenía una confusión bárbara. Ella para mí era mi mamá, pero yo sabía que era mi abuela y que mi mamá tenía que volver en algún momento. No había sufrido un accidente, no estaba su cuerpo en ninguna parte, no podía llevarle una flor, no podía llorarla. Nadie me podía decir que estaban muertos.
– ¿Cuál fue el click?

– Yo me casé y tuve hijos muy joven, a los 18 años; entonces no tenía mucho tiempo para analizar mi tema: tenía que laburar. Lo único que había hecho políticamente era ser presidente del Centro de Estudiantes de la Escuela Grilli. Después vendí libros en la calle, trabajé en Santa Lucía: hice lo que pude. Cuando nos estabilizamos económicamente, me cayó la ficha. Empecé a pensar, a preguntarme cosas seriamente. Coincidió con la inundación: tuve como veinte personas alojadas en mi casa, gente del barrio que se había quedado sin nada. Todo tiene que ver, porque el tema de la militancia a mí me ayudó mucho: me di cuenta de que esa vocación que yo tenía por ayudar a los demás venía de algún lado. Y empecé a buscar esa huella.
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«Andá a la Secretaría de Derechos Humanos, ahí te van a ayudar», le dijo un día un cliente. Gustavo puso su caso sobre la mesa y comenzó entonces un proceso de sanación, de encuentro. «Empecé a sentirme como en familia: nunca había vivido la experiencia de cruzarme con personas que estuvieran en la misma que yo. Son cosas que vos podés hablar con tus amigos del barrio, pero no es lo mismo. Antes, durante mi primaria y mi secundaria, ser hijo de desaparecidos era una mala palabra: el ‘por algo será’ nos repicaba en todas partes. Igual yo a mis viejos siempre los vi como a mis héroes».
Gustavo viajó a Rosario, atravesó la experiencia de conocer la casa testigo de aquel adiós y habló con los vecinos, que celebraron con lágrimas volver a verlo. Comenzó a investigar de la mano de la gente de la Secretaría, empezó a militar en Hijos, inició la causa judicial como querellante junto a su hermano, que vive en Río Negro: tomó el lápiz y comenzó a garabatear las letras de su propia historia.

«Lo más duro es la incertidumbre: no saber qué pasó, dónde están sus huesos, si mi hermano nació o no. Un montón de interrogantes que pesan. Lo único vivo que nos queda de nuestra historia es ese hermano», dice, sentado en el sofá, sus manos entretenidas con un muñequito de tela.
Él tiene la presunción de que ese ser, que hoy tendría 36 ó 37 años, nació en la maternidad clandestina del Hospital Militar de Paraná: está probado ya que en ese lugar nacieron y fueron robados los hijos mellizos de Raquel Negro y Tulio Valenzuela, hoy desaparecidos. Negro había estado detenida también en La Quinta de Funes.
La historia tuvo un giro casi fantástico en 2010, cuando apareció una chica de una localidad cercana a Rosario, adoptada en aquella época, cuyos datos coincidían con los de la persona buscada. «Estaba hecha la investigación, lo único que faltaba era el ADN. Cuando me dijeron eso me puse a rastrearla en Facebook; cuando vi que era igual a mi vieja, me fui volando para allá. Era la época del Mundial: empezamos una relación hermosa. Vino a casa, vino mi hermano del sur para conocerla, mirábamos los partidos juntos, teníamos una química impresionante. Estábamos enloquecidos, no lo puedo explicar con palabras. Duró algo más de dos meses. Hasta que el ADN dio negativo».
El golpe fue durísimo. A pesar de que en Abuelas le dicen que no hay margen para el error, Gustavo insiste en hacerse otro análisis. La chica, en cambio, prefirió cerrar esa puerta.
«Uno ya tiene el lomo curtido. Si ella no es, seguiré buscando. A partir del caso Carlotto se generó una gran movida de pibes que van a preguntar, así que yo no 071_resultpierdo las esperanzas», asevera.
El abuelo murió en 1999. Gustavo quedó consternado: no podía entender cómo la obediencia a la fuerza le había ganado la batalla al amor paterno. La abuela lo llamó entonces, lo llevó a su pieza y le enseñó una gran caja. Allí vio, como quien recibe un regalo inesperado, la cantidad de hábeas corpus, papeles, gestiones que demostraban que detrás de la fachada del viejo militar había existido, además, un padre.

(*) El caso de Guillermo López Torres y Susana Graciela Capocetti está incluido en la causa que se sigue al represor Pascual Guerrieri. La denuncia por el embarazo está radicada en la Justicia Federal de Paraná. Desde el retorno de la democracia, en la provincia de Santa Fe se logró restituir a siete personas a sus familias biológicas. Hay otras siete que aún están siendo buscadas.

CRÉDITOS: Natalia Pandolfo

FOTOS:  Pablo Aguirre