Profesor de Historia, escritor y coordinador de talleres de narrativa, tres de las múltiples facetas de un hombre que se lanzó a la construcción de una crónica conmovedora. Con método y oficio recupera los datos relevantes de un accidente que conmocionó a la Costa santafesina en 1970 y trae a la actualidad la figura de un héroe que rescató a seis personas de las aguas del arroyo Leyes.
Héroe del río
Los tiempos modernos suelen prescindir de la memoria. A veces pasan al olvido situaciones épicas y hombres que no trascienden de las horas brujas que los hacen, fugazmente, únicos. Pero hay un momento recortado donde esas personas calzan como un calco en el viejo concepto de héroe que forjó la mitología clásica.
El arroyo Leyes, veinticinco kilómetros al norte de la ciudad de Santa Fe, se transformó, por accidente, en escenario de tragedia y de milagro. Era el 20 de noviembre de 1970 y faltaban veinte minutos para que el sol de las siete de la tarde se reflejara con toda su magnificencia sobre el agua. Conversaban, tal vez, o dormían, o pensaban mirando la nada, los pasajeros del colectivo de la empresa “Helvecia” que viajaba desde la capital de la provincia hacia la Costa cuando un desperfecto en la máquina hizo que se atravesara sobre el puente, rompiera la valla contenedora del oeste, oscilara como un péndulo entre el asfalto y la nada y cayera, finalmente, atravesando el vacío hasta hundirse en el agua. Esa fue la eternidad. Duró dos minutos. Y fue el inicio de un ciclo que tejió fantasmas, conjeturas, mitos, recuerdos y olvidos.
De esa textura de información se nutrió el profesor Gustavo Farabollini. Impactado desde la adolescencia por el hecho, se lanzó a recuperarlo mediante documentos y testimonios. En ese recorrido inverso al tiempo se encontró de cara con el héroe que puso el cuerpo al caos para hacerlo menos brutal y logró su desafío: salvó a seis personas rescatándolas del agua cuando ya se hacía la noche.
Se llamaba Joaquín Escobar pero lo conocieron y lo recordarán como “Tata”. Él vio desde la costa el borbollón descomunal que generó el ómnibus al desaparecer en el agua. Se abalanzó sobre una canoa y se lanzó al medio del arroyo vadeando objetos que flotaban como restos de un naufragio que no era. Se dio al rescate de cuerpos que aún respiraban, resoplando, los ojos llenos de espanto, de incredulidad ante la desmesura del impacto. Fueron seis los privilegiados: Alicia Palavecino de 1 año, de Santa Fe, que flotaba gracias a la bombacha de goma llena de aire que le permitió mantenerse a nivel del río; Oscar Mántaras, de 12 años, vecino de Santa Rosa; Rodolfo Ramos, de14 años, oriundo de San Javier; Marcelino Romero, de 24 años, procedente de Salta; Nelly Millares de Marchi, de 48 años, de Helvecia y Américo Siviero, de 24 años, de Colonia Francesa. Era como si de cada poblado de la Costa hubiese tenido que quedar un sobreviviente para relatar esa historia que se montó en sí misma como una fábula.
Fueron 55 los pasajeros que no compartieron esa suerte y se hundieron con sus miedos, sus rezos, sus secretos.
Farabollini comenzó hace dos años a atar los cabos de esta historia. En medio de la investigación surgió la posibilidad de escribir un relato que versara sobre héroes y, en ese marco, convocado por el Ministerio de Cultura de la Nación, resultó finalista con la historia del Tata y formó parte de una antología no ficcional. La crónica puede leerse en su página de Facebook. Gustavo Farabollini escribe o en www.anfibia.com
Escribir, memorar, investigar, comparar, dudar, constatar. Con ese material de verbos se construyen las historias y se perfilan, también, los héroes, esos que a veces pasan al olvido y los otros, los que ganan la dimensión de la palabra, para volverse, eternos y cambiantes, como la lengua o como el río.
Así escribe Farabollini
“Se abre la cortina y se asoma el Tata. Parece grande porque ocupa todo el hueco de la puerta. Cuando baja, mientras nos saludamos, veo que no es alto, sí robusto. Los brazos son cortos y las manos gruesas. La piel trigueña, la frente con surcos bien marcados. Parece mayor que los sesenta y pico que le calculo. Tiene un par de remeras superpuestas, desteñidas, y un gorro de lana que cae hacia un costado. No siente el calor. Se mueve con dificultad, habla lento. Los que pasan lo saludan, él apenas levanta un brazo, tímido. Arrastra las palabras, cecea. Parece que puede dedicarme todo su tiempo. Le pregunto sobre el accidente. Se tapa la boca con una mano y después se larga.
El río, aunque está calmo, merece respeto, y da miedo a quien conoce la historia. Unos remansos muestran que algo pasa debajo de esa superficie marrón, ondulada y brillosa. Puedo agregar, para describir lo que cualquiera ve a simple vista: un islote con sauces a unos metros de la costa y el camalotal en la orilla. Pero para el Tata, el Leyes es mucho más: un mapa que conoce como sus manos, deformadas por la artrosis, curtidas de intemperie. Nació en la isla, aquí cerca. Apenas se casó, levantó su casita junto al Leyes. Pescó hasta que el médico le prohibió hacer fuerza y tomar frío, después de varios sustos con el corazón. Me explica que para agarrar el sábalo con la red hay que meterse en el agua, sea verano o invierno, y descalzo, así se tantea la malla para asegurarla contra el fondo.”
Crédito:
Fernando Marchi Smith
Fotos: Pablo Aguirre