Ernesto se sienta, austero y expectante, de vestimenta oscura se cruza de piernas y toma un libro. Calla. Mira por sobre los marcos de sus lentes y suspira como desinflando el cuerpo para que vuelva a entrar más oxígeno. Necesita entender lo que pasa y cómo pasa lo que pasa. Yo me pregunto ¿qué le pasa por su agigantada cabeza? ¿y cómo hace tan fácil la conexión a su corazón?
Se levanta de un golpe seco y casi vociferando en el espacio desolado dice: estaba esperando que lleguen y, casi sin mediar respuesta, pregunta dubitativo ¿me veo bien así?
TS —¿Quién es Ernesto Meccia?
EM —Pregunta difícil: ¿quién soy yo para hablar de mí? Me cuesta pensar mi vida por fuera de mi profesión, por fuera de todo lo que me dio. Entonces, lo único que podría decir es que soy una persona que lee mucho (tanto como rezan algunos monjes de clausura), que se detiene a observar escenas de la vida cotidiana, que trata de escuchar lo que dice la gente. Leo sociología para poder descubrir qué hay en lo que veo y escucho, y descubrir significa abrirse a lo que no se sabía. Y estoy seguro que sabemos poco de nuestros semejantes. Quiero decirte que lo único que pienso de mí es que soy una persona obsesionada con luchar contra los prejuicios. Ese combate representa una forma de aprendizaje que nunca se termina y que siempre enriquece. El mundo no es lo que uno piensa que debe ser, el mundo es lo que es, a pesar de que estamos entrenados a verlo de otra forma.
TS —¿Por qué Sociología?
EM —En lo personal, estudié Sociología porque quería expandir mi conciencia acerca de lo que me estaba sucediendo cuando me di cuenta que era gay, en la segunda mitad de los años 80. No tenía la menor idea de qué era, lo hice por pura intuición y la verdad es que me ayudó mucho. No tardé mucho en comprender que cuando alguien, desde una barra de machotes que estaba sentada en la vereda de mi comarca natal, me gritaba «puto» el mensaje estaba menos dirigido hacia mí y más hacia quienes estaban sentados con él. Entendí que identificarme a mí era el modo que él tenía de identificarse a él como un machote hecho y derecho. Todo un ritual de confirmación de pertenencia grupal.
TS —Te considerás un sociólogo ATP ¿Por qué?
EM —ATP (sociólogo apto para todo público). Me considero así porque desde siempre, cuando publicaba mis libros o aparecía algo en Página 12 o en algún medio, la gente empezaba a comunicarse conmigo. Esto sucede desde la época previa a Facebook e Instagram. Estaba solamente el email. Casi siempre escribí sobre homosexualidad y discriminación. Se comunicaban padres y madres de jóvenes gays y lesbianas —últimamente, de personas en procesos de transición genérica—; también se comunicaban padres gays y madres lesbianas que querían contarles a sus hijxs que eran gays y lesbianas. Me pedían consejos, me invitaban a grupos de autoayuda, querían tomar un café conmigo. Entonces me di cuenta que los libros tenían vida propia, que estaban vivos porque les extendían la vida lxs lectores que no pertenecían al mundo universitario, o sea, que eran una herramienta para la gente de a pie del pueblo gay. Quiero seguir escribiendo con ese estilo. Siento que no podría escribir de otra manera.
TS —Decís que las cosas que «no se dicen» se transforman en casi una obsesión para develar. ¿Qué se te ocurre que opera en vos en términos de deseo con lo tapado, lo por descubrir?
EM —La gente que sufre humillaciones, que es blanco favorito de lxs discriminadorxs, muchas veces calla. A veces, porque se avergüenza, porque se ve desde la mirada del humillador y, otras veces, porque sabe que es al pedo hablar en un contexto donde la cancha te la marcó el pensamiento incivilizado. Yo laburo mucho con la gente que no puede hablar. Primero, porque aprendí de un sociólogo llamado Pierre Bourdieu que la sociología puede hacer trabajo de partera, puede ayudarle a la gente a sacar lo que tiene adentro. Ayudar a mostrar sin juzgar. Ayudar a mostrar para demostrar que el mundo es mucho más diverso del que nos acostumbraron a hacer ver. Pero también lo hago porque hacerse escuchar es un derecho. No puede ser que como sociólogo me quede quieto ante el derecho al habla que se autoasignó la cadena nacional del discurso heterosexista. Quiero aguarles la fiesta de la decencia dando a conocer historias de cómo la gente desobedece sus mandatos, sobre cómo se las arregla para fabricarse un lugar bajo el sol, a pesar de todo lo sombrío que han diseminado. Eso sí que es una obsesión para mí y una misión sociológica.
TS —¿Qué elementos de una narrativa biográfica son fundamentales o, al menos, esenciales para creer en que ahí hay una historia para ser contada?
EM —Allí donde hubo sufrimiento y humillación hay una historia que debe ser contada. Esa historia tiene que convertirse en un testimonio. Testimoniar es tomar las armas de la memoria en contra del olvido al que nos inducen los pensamientos oficiales. Un testimonio amplía la capacidad de visión y puede servir de referencia a las personas que pasaron por las mismas situaciones del testimoniante, en el sentido de que su testimonio puede servir como un espejo para ver de nuevo sus propias vidas. Entonces, el paso al habla se vuelva más probable. Y si eso sucede se arma una bola de nieve que puede terminar en un nuevo ¡Nunca Más! Pensemos en las historias de violencias de género que escuchamos desde hace un tiempo y veremos lo importante de buscar testimonios. El testimonio tiene una función social y la sociología tiene que trabajar para que salgan a la superficie.
TS —¿Qué hace la discriminación en términos subjetivos?
EM —La discriminación es una especie de martillo que te abolla la cabeza, un líquido que te deja la garganta seca, una entidad maldita que te produce temblores en las piernas. Quiero decirte que la discriminación afecta tu psiquis y también tu cuerpo. El cuerpo somatiza las relaciones sociales de desigualdad. El efecto más devastador es que te veas desde la mirada discriminadora, que naturalices los veredictos sobre vos de lxs malvadxs y los hagas tuyos. Que creas que sos lo que ellos creen que sos, algo que sabemos es muy cierto: que vos seas una abstracción para vos mismo. Pero, también, siempre digo que a la discriminación hay que verla como un proceso y, entonces, puede suceder que, con el tiempo, les salga el tiro por la culata. Lxs malvadxs quisieron construir seres extraños y esos seres extraños comienzan a reconocerse positivamente en su «extrañeza» y crean una auténtica cultura alternativa en la que el orgullo es un gran combustible. ¿Querían extrañxs? Bien: ¡Acá estamos!
TS —¿Cómo fue que llegaste desde la perspectiva sociológica a escribir/investigar/ estudiar sobre la homosexualidad?
EM —La idea de este libro nació de los malestares que me expresaran, respecto de la sociedad gay, un número considerable de personas homosexuales mayores. Sí, de malestares, molestias, quejas, desazones, inquietudes manifestadas por personas «grandes», de más de 80 años. Entonces apareció una gran pregunta sociológica: ¿Cómo puede ser que las conquistas emancipatorias no tengan un paralelo en la valoración de estas personas? El libro intenta demostrar que los ritmos del cambio social no corren paralelos a los cambios en la subjetividad. Y que, aún en las peores condiciones, los últimos homosexuales se había fabricado un mundo en el que podían moverse con relativa seguridad. Ese mundo era el que estaban haciendo desaparecer las conquistas de los últimos años, o sea que, desde cierto punto de vista, esas personas se estaban quedando sin su mundo. No es fácil dar el salto de uno a otro, reconvertirse como un actor que se cambia de ropa para hacer otro papel.
TS —¿Qué significa reeditar «Los últimos homosexuales» en tu vida?
EM —La primera edición apareció en 2011. No esperaba la repercusión que tuvo, algo que aún sigo comprobando en la universidad, en las redes y en algunos espacios de militancia. Hoy por hoy, el misterioso y pegadizo título está adherido a mi nombre definitivamente, como si autor y título fuéramos sinónimos. La inapelable identificación a veces me gusta, otras no tanto. Pero hay placeres que la compensan. Me produce un gozo indecible que haya sido un libro leído por el público no–universitario: por ejemplo, por gays mayores y adultos mayores y/o por sus hijxs, hermanxs, sobrinxs y esposas. Siento que a los primeros los representé, les di la voz que no tuvieron o la que no fue escuchada, y que a los segundos les hice conocer un mundo que, lamentablemente, los protagonistas no llegaron a contarles porque se morían de vergüenza.
TS —¿Qué pensás/deseas que signifique para la vida de las personas que necesitamos que estos libros sean escritos, editados y distribuidos?
EM —Aire. Sólo aspiro a eso.
TS —¿Quién querés que siga siendo Ernesto Meccia?
EM —Alguien con capacidad para escuchar y para ver, y que tenga el tiempo suficiente para escribir sobre todo eso. Ojalá pueda: veo mucho, y el tiempo no para.
Texto: Ezequiel Perelló
Fotos: Belén Garófalo
Nombre de Sección: Género y Diversidad
Edición: N°86