La ciudad, sus hábitos de siempre, otros nuevos y esos retratos captados por la curiosidad de quien observa en silencio.
Ella sujeta su celular y escribe sobre la pantalla con los dos pulgares a una velocidad asombrosa. Él parece que lee mensajes de Whatsapp y desplaza el dedo índice por su teléfono apoyado sobre la mesa. Ella continúa con la mirada en el aparato mientras lo sostiene con la mano derecha. Con la izquierda alza la taza de café para beber un sorbo. Luego, ubica la taza en el platito. Su vista permanece frente a la pantalla y, al mismo tiempo, pincha con el tenedor una de las frutas prolijamente cortadas y ubicadas al margen de un plato que también contiene un pequeño cuenco con alguna mermelada, pasta o crema. Una auténtica delicatesen. Frente a él, una extensa tostada se luce con palta, semillas y un huevo poche sobre otro plato. En un costadito, está su café. Otra delicia gourmet.
Acompañada por un mínimo gesto, la única palabra que se oye en la voz de ella –dicha como un susurro– es “papá”. Con sus largos cabellos castaños volcados sobre uno de sus hombros, ella lleva el uniforme del colegio. Aún no ha terminado el secundario. El reloj pulsera de él es elegante y su atuendo –una camisa celeste y unos jeans– es moderno, tanto como su corte de cabello y su prolija barba. Lo que los distancia, en ese momento, es la mesa del coqueto bar en el que se han encontrado. Son padre e hija. Corre la tarde de un martes bastante húmedo y caluroso en un otoño que sólo puede exhibirse en las hojas amarillas de los árboles. El centro de la ciudad tiene su típico movimiento de día hábil: comercios abiertos, personas que repasan vidrieras con relativo interés y no pocos vendedores ambulantes procurando conquistar la atención de los paseantes.
Sin embargo, el afuera no logra perturbar la atención que tanto ella como él depositan en sus teléfonos. Ese parece ser el aquí y el ahora, el mundo presente que los envuelve. Ni siquiera las conversaciones que provienen de las otras mesas modifican sus actitudes. No se hablan, no se miran entre sí. No levantan los ojos para observar el entorno. Sus movimientos son casi automáticos, como quien puede hacer varias cosas en simultáneo siempre que el cuello inclinado hacia el smartphone permita sostener la concentración en el universo digital que, con sus tantas redes, mensajes, videos y fotos, transporta un verdadero caudal de información inmediata. Resulta imprescindible responder con rapidez.
En otra mesa, una mujer pausa el tiempo entre la salida del trabajo y la llegada al turno médico con un cortado en jarrita y una pequeña medialuna. Ella está sola y ya no desea regresar a su teléfono celular. No ha dejado de verlo desde que amaneció y se siente un poco cansada. Lo guarda en un bolsillo de su mochila y atina a mirar la gente que pasa del otro lado de la ventana. Al girar levemente la cabeza hacia la derecha, se impacta con la imagen de aquella adolescente y su papá. En la mujer se enciende la curiosidad. No se espanta ni horroriza, pero sí se sorprende: “no se hablan, ni se miran”, repite en un pensamiento silencioso. “¿Para qué se reúnen a merendar si no van a conversar?”, prejuzga en su mente. “Quizás no tengan nada que contarse ni compartir. Simplemente, quieran estar juntos un rato de la tarde”, cavila esmerándose por hallar una explicación, una respuesta, un sentido.
Dos días después, la misma mujer ha terminado de trabajar, pero esta vez la incesante lluvia la obliga a refugiarse en otro bar. Pide lo mismo: cortado en jarrita y una medialuna. A esa hora de la tarde suele sentir un poco de hambre. Entabla una breve conversación con el mozo acerca del aguacero que no frena. Una vez más, guarda el teléfono en la mochila y se pierde, abstraída, en el agua que corre por la vereda. La mesa elegida está cerca de la ventana y de la puerta. De modo que cuando llega un adolescente vestido con ropas sucias y húmedas, cargando un paquete de bolsitas de basura para vender, la escena le resulta cercana. Urgente y con severidad, desde la otra punta del salón se precipita otro mozo y obliga al chico a salir a la vereda, mientras le apoya una mano en la espalda. Nada de molestar a la clientela, queda claro.
La mujer vuelve a pensar, sobre todo tras las quejas del jovencito que ahora se aleja pegándose a las paredes, evitando mojarse más aún. La lluvia sigue cayendo, aunque ya es menos intensa y ella decide salir con paraguas para llegar, al fin, a su casa. Paga la cuenta y se apura a emprender la caminata. Se le hace inevitable distinguir diferencias. Durante una tarde, las apetitosas meriendas parecen excusas para encuentros sin conversaciones, ni risas, ni miradas cómplices. Ya otra tarde –que, quizás, podría haber sido la misma, pero en otro lugar–, el café da vueltas con tostados y partidos de fútbol en el televisor. “Sin miradas ni palabras, ese pibe debió tomar distancia a pesar de la desapacible intemperie. Cosas de la desigualdad y la indiferencia”, valoró la mujer cuando maniobraba el paraguas y saltaba charcos.
María Luisa Lelli