Yo siempre voy a andar
Buscando en lo que soy
Jugando a que sé a dónde voy
Dicen que la noche sabe de memoria
Y contar historia es natural
Canción final y despedida de Cayó la Cabra, 2015.
Siempre que hablé con amigas o compañeras travestis me sorprendió lo mismo: hay un punto en las charlas que se convierten en historias, y esas historias ―todas atravesadas por la exclusión y el dolor―, encuentran siempre una veta para dar lugar a una sonrisa, una carcajada o algún chiste.
Son relatos que se tejen desde la marginalidad, desde el desprecio y desde el dedo inquisidor, tienen una carga que solo pudo ser descripta por la pluma de Perlongher en el exilio, Lemebel desde la resistencia en Chile o Lohana Berkis desde la furia travesti más autóctona.
Pero a todas esas historias, nunca le pudieron quitar las ganas de ser y la alegría, tal vez como único salvavidas en un océano oscuro que persigue y condena lo diferente. Que condena y asfixia.
En esta historia, y esas historias, las “travas” son un claro ejemplo de supervivencia donde “no hay cabida para la disidencia”. Las que superaron los 40 años, sobrevivientes todas ―el promedio de edad de una chica trans es de 35 años―, pudieron contar también una historia con purpurina y plumas, con tacos altos y a paso de carroza. Las que vivieron el carnaval, cuentan la historia más alegre; cuentan el día de la libertad.
El Carnaval, el gran día, donde cada una podía ser, donde ser ellas mismas era la consigna y donde la persecución de los códigos de falta que las criminalizaban perdían todo tipo de autoridad.
Por definición, el Carnaval tiene la fuerza subversiva de ser el rito pagano que habilita al goce y a la expresión desbordada. A ser lo que siempre se quiso o andar de visita en otro personaje solo para ver de qué se trata. En ese pequeño universo de cuerpos, plumas, calor y agua hay un espacio ideal para la visibilidad y la provocación, hay lugar para la fiesta.
El carnaval es una de las fiestas más populares y que se celebra en un gran número de lugares de todo el planeta.
Aunque el concepto de celebrar festejos utilizando disfraces y máscaras es antiquísimo, el origen del término, con el que se acabó designando a esta popular celebración, debemos situarlo en la Edad Media; tras ser impuesto por el cristianismo un período obligado de penitencia, recogimiento, ayuno y oración que duraba cuarenta días (de ahí el término Cuaresma) y llegaba hasta el Domingo de Resurrección (Semana Santa). Y es que los tres días previos a dar inicio a la Cuaresma se celebraban haciendo una despedida a la carne (ya que estaba prohibida consumirla), y se bautizó bajo el término ‘carnaval’ cuya etimología proviene del término italiano ‘carnevale’ y este a su vez del latín ‘carnem levare’ cuyo significado literal es ‘quitar la carne’ (carnem: carne – levare: quitar).
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Una amiga, Noly Trujillo, me cuenta que “de épocas de carnavales tengo los mejores recuerdos. El primero marcado a fuego es en la costanera, cuando tenía 10 años. Fuimos con mi mamá y veo como si pasaran delante de mí las bailarinas, con capellinas inmensas y unos vestidos divinos. ¡Qué ganas de ponerme esos vestidos! Tiempo después supe que era “la rosa del Este” donde salía la “Chiche”, mi amiga. Una comparsa muy famosa que muchos deben recordar.
Muchos años después ―recuerda―, cuando me monté por primera vez, estaba enloquecida. Estábamos en la casa de una de las chicas y ella nos decía que teníamos que aprovechar. Claro, en carnaval podíamos estar “disfrazadas” y no te podían poner el artículo de travestismo ―articulo 81 del código de falta, derogado en 2010―. Estábamos disfrazadas, pero esa era la “condena” y también la libertad. Esos días de carnaval podíamos andar por todos lados. Así que aprovechábamos. Eran momentos que esperábamos mucho, y que disfrutábamos mucho más”, recuerda Noly, como si estuviera volviendo a esos días de fiesta.
“Yo salí muchas veces. Llegamos a armar una comparsa que se llamaba “Petit Carrusel” y éramos todas trans o mariquitas que se vestían para ese día. En Santa Fe actuamos en Avenida Freyre, en Las Flores. Éramos la atracción de la noche, así como te lo digo. Hasta nos invitaban otras comparsas para que las acompañemos, porque era como un destaque en el carnaval. Claro que algunos nos veían como cosas raras, pero otros tantos disfrutaban de nuestro show. Era muy lindo. El carnaval era sinónimo de libertad y de alegría. Después volvía la tristeza, todo volvía a ser como antes”, dice Noly que en Santa Fe es una referente de la comunidad trans.
Entre anécdotas y fotos, le vuelven a la memoria los ensayos, “en los ensayos teníamos que tener cuidado porque llegaba la policía y caíamos presas. Me acuerdo una noche que estábamos en Santa Rosa de Lima y caímos toda la noche. Recuerdo otra noche, con la Tato y la Campito, nos sorprendió la policía y tuvimos que correr y saltar alambrados, creo que esa noche no pudieron con nosotras, pero éramos la fija, no podíamos salir a la calle porque caíamos.”
Santa Fe, como muchas otras ciudades del país tuvo su “patria de plumas y purpurinas”. Las travestis de la ciudad portaron los estandartes del orgullo en tiempos de fiesta y resistieron los atropellos y la criminalización, del estado, de la iglesia y la medicina, hasta conquistar nuevos derechos. Claro está, que no tendrán carnaval ni celebración hasta que todas puedan caminar libres, educarse como cualquier ciudadano de este país, trabajar dignamente y ser parte de una sociedad más justa y más diversa. Mientras sigan muriendo enfermas y analfabetas, desnutridas y en la marginalidad no habrá día de libertad. Cada muerta, como las hay y muchas, son la deuda que tenemos como sociedad. Con cada una de ellas que todo el año sea carnaval.
Texto: Gerardo Picotto Marino