La felicidad como mandato
Vivimos en una época en la que la felicidad se ha convertido en un imperativo. Aparece en los anuncios, en las redes sociales, en las tazas con frases inspiradoras, en libros de autoayuda, y hasta en camisetas. Se presenta como un estado permanente, deseable, casi obligatorio. Nos dicen que si no estamos felices es porque no estamos haciendo lo suficiente. Porque no estamos meditando, ejercitándonos, comiendo bien, trabajando en nuestros sueños o siendo productivos. La felicidad ha sido transformada en una lista de tareas y en un objetivo individualista. Es una promesa de rendimiento emocional.
Este fenómeno ha sido analizado con lucidez por el filósofo Byung-Chul Han, Premio Princesa de Asturias 2025, en su libro La sociedad paliativa. En él plantea que la felicidad, tal como se entiende hoy, ha sido cosificada. Ya no es una experiencia interna y compleja, sino una mercancía más en el mercado del bienestar. Lo que muchos consideran felicidad es, en realidad, una versión edulcorada, funcional y superficial de algo mucho más profundo. Es lo que Han llama postfelicidad, una forma artificial de bienestar que excluye el dolor y exige positividad constante.
El dolor como condición de la dicha
Pero ¿puede haber felicidad sin dolor? Para Han, la respuesta es no. El dolor no es lo contrario de la felicidad, sino una de sus condiciones. Solo a través del sufrimiento, de la experiencia intensa y auténtica, podemos acceder a momentos verdaderos de dicha. “En la pasión se fusionan el dolor y la felicidad”, escribe el filósofo. Esta idea puede parecer provocadora, pero si lo pensamos bien, hay innumerables ejemplos que la respaldan. Dar a luz es un proceso doloroso, pero también uno de los más felices. Correr una maratón implica malestar físico, pero trae satisfacción. Amar profundamente incluye momentos de pérdida, nostalgia o miedo, y aun así, el amor sigue siendo una de las mayores fuentes de alegría para el ser humano.
La sociedad contemporánea, sin embargo, se esfuerza en anestesiar cualquier forma de dolor. Vivimos en lo que Han llama una “sociedad paliativa”, donde todo debe ser indoloro, rápido y placentero. La incomodidad debe eliminarse, no comprenderse. En lugar de preguntarnos qué significa ese malestar que sentimos, lo silenciamos. Y así, al huir del dolor, también renunciamos a la posibilidad de una felicidad verdadera.
El dolor como síntoma social y político
Pero el problema no es solo personal, sino político. Según Han, la exigencia de ser felices ha reemplazado otras formas de organización social y resistencia. En vez de exigir justicia o cambiar las condiciones que nos causan malestar, se nos dice que lo solucionemos con meditación, yoga o pensamiento positivo. “La nueva fórmula de dominación es: ‘sé feliz’”, afirma. Y es una fórmula eficaz, porque pone toda la responsabilidad en el individuo. Si no eres feliz, es porque fallaste tú. Ya no se trata de cambiar el mundo, sino de adaptarse a él. Esta visión privatiza la felicidad y disuelve el lazo con lo colectivo. Cada uno debe ocuparse de su propio bienestar, sin importar lo que ocurra a su alrededor.
El resultado de esta privatización es una pérdida de la solidaridad. Al evitar el dolor propio y ajeno, dejamos de mirar al otro. Dejamos de pensar en la comunidad, en el bien común, en la posibilidad de un “nosotros”. Y sin esa red compartida, cuando llega el sufrimiento real —una crisis, una enfermedad, una pérdida—, no sabemos cómo sostenernos ni cómo sostener a los demás.
Recuperar lo humano
Recuperar la dimensión social del dolor es fundamental. El malestar, lejos de ser una falla individual, puede ser un reflejo de condiciones estructurales, como la precariedad, la desigualdad, la sobrecarga emocional o la desconexión. Comprender que el dolor también tiene una dimensión política nos permite salir de la culpa individual y pensar en el cambio colectivo. El filósofo lo expresa con claridad: “el dolor se transmite socialmente”, y en esa transmisión está también la posibilidad de reencontrarnos como comunidad.
No se trata de glorificar el sufrimiento ni de buscarlo. Se trata de no negarlo. De no ocultarlo bajo una sonrisa obligada. De no convertir la tristeza, la frustración o el cansancio en síntomas de debilidad. Aceptar que el dolor forma parte de la vida humana es una forma de madurez emocional y de sabiduría existencial. Y reconocerlo en el otro nos permite volver a tejer vínculos reales, basados en la empatía, no en la apariencia.
La verdadera felicidad, como dice Han, solo puede existir en fragmentos. No es un estado permanente ni una garantía. Es fugaz, pero profundamente significativa. Y lo es justamente porque también incluye momentos de dolor. Porque nace de experiencias reales, intensas, imperfectas. Abrazar esa verdad, en lugar de evitarla, puede ser el primer paso hacia una vida más plena, más consciente y más humana.
Cuando te duela, no pienses que has fracasado. Tal vez, en ese instante, estás más cerca de una verdad que no cabe en una taza de Mr. Wonderful, pero sí en lo más profundo del corazón humano.