Contra el crecimiento: por una espiritualidad que resista al consumo
La aceleración del colapso ambiental se ha naturalizado hasta volverse parte del paisaje cotidiano. Las catástrofes ecológicas se multiplican a la vista de todos, las crisis de salud mental crecen de manera alarmante, la precariedad social se ha convertido en norma y, sin embargo, los gobiernos, incluso aquellos que se proclaman progresistas, siguen aferrados al dogma incuestionable del crecimiento económico. Se nos repite que es ese crecimiento el que garantiza bienestar, desarrollo y felicidad. Pero lo que a simple vista parece una promesa de mejora no es más que la obstinación en un camino que ya ha demostrado ser insostenible.
El resultado es un modelo social que ha hecho del consumo su núcleo simbólico y existencial. Consumir no es sólo un acto económico, es una forma de existir, un modo de ser reconocido por otros. Ya no se trata de garantizar un futuro mejor para todos, sino de sostener, a toda costa, la maquinaria de un deseo insaciable. Se ha perdido de vista que aquello que importa verdaderamente no se puede comprar ni vender, y que ninguna estadística económica puede capturar el valor de una vida bien vivida.
Detrás de esta lógica no se encuentra simplemente una mala decisión política ni un exceso de ambición, sino una transformación mucho más profunda: una mutación cultural y antropológica que ha redefinido el sentido mismo de lo que entendemos por vivir. Así lo advierte Maurizio Palante en su reciente obra Liberado del pensamiento único. No se trata de que consumamos demasiado por error o por imprudencia. El problema es más hondo: la sociedad ha mutado para hacer del consumo la única forma legítima de existencia. El poder ya no necesita imponer por la fuerza sus modelos; le basta con seducir, modelar y colonizar conciencias a través de la oferta constante de bienes y experiencias.
En este nuevo orden, el Producto Bruto Interno se ha transformado en un verdadero tótem moderno. Se lo mide, se lo celebra, se lo persigue como si su crecimiento fuera sinónimo de salud social y bienestar colectivo. Sin embargo, como bien señala Palante, el PIB mide todo salvo aquello que hace que la vida valga la pena: las relaciones humanas, el cuidado, la contemplación, la belleza, la gratuidad, la profundidad de los vínculos, la serenidad de un tiempo no mercantilizado. El consumo funciona, además, como estrategia de estabilización social. Se ha convertido en un imperativo silencioso: consumir es pertenecer, es ser reconocido, es acceder a pequeñas dosis de felicidad sustitutiva. Por eso, incluso en contextos de crisis profunda, las personas se endeudan para seguir consumiendo. Lo que está en juego no es únicamente lo económico; es la pertenencia simbólica a un sistema que ha vaciado de sentido cualquier otra forma de vida posible.
El corazón de este extravío reside en una confusión tan instalada que se nos presenta como natural: hemos confundido desarrollo con progreso. El desarrollo, tal como se lo entiende hoy, es una noción meramente económica. Se mide por la cantidad de bienes producidos, por el nivel de consumo, por el crecimiento del PIB. El progreso, en cambio, es un concepto más amplio, más hondo, que remite a la mejora en las condiciones de vida no sólo materiales, sino también simbólicas, relacionales, espirituales. Allí donde el desarrollo celebra la abundancia de mercancías, el progreso debería preguntarse por la calidad de los vínculos, por la disminución del sufrimiento, por el aumento del sentido.
Incluso quienes se sitúan críticamente frente al capitalismo han caído a menudo en esta trampa, equiparando crecimiento económico con bienestar. Pero no hay bienestar donde no hay tiempo, donde no hay cuidado, donde no hay comunidad. No es cuestión de reconciliar naturaleza y economía mediante pequeños ajustes tecnológicos, sino de repensar a fondo el sistema de valores que ha sacrificado lo esencial a la lógica del beneficio inmediato. Frente a este diagnóstico, la respuesta que propone Palante podría parecer, a simple vista, insuficiente o ingenua: recuperar la espiritualidad. Pero aquí no se habla de espiritualidad en términos de religión ni de retorno a viejas religiosidades. Se habla de algo más elemental, más originario: la capacidad humana de reconocer el valor de lo no utilitario, de lo que no puede ser comprado, vendido ni contabilizado. La capacidad de maravillarse, de contemplar, de sentir pertenencia a un mundo compartido, de reencontrarse con lo que da sentido antes que utilidad. Esa espiritualidad no es el lugar desde donde se puede redefinir el bienestar, recuperar el tiempo propio, reconstruir los vínculos, restituir la dignidad del cuidado, del silencio, de la lentitud. Es el punto de partida para vivir mejor, no para tener más. Existen, de hecho, experiencias concretas que ya ensayan esta resistencia: comunidades que rechazan el extractivismo, redes que exploran formas de vida más lentas, más solidarias, más enraizadas en la reciprocidad que en la competencia. El decrecimiento es una forma de libertad: liberar tiempo, energía y deseo de aquello que no necesitamos, de aquello que nos desgasta sin darnos sentido.
La verdadera salida no será tecnológica ni exclusivamente política. Será, ante todo, simbólica, cultural, espiritual. No habrá modo de frenar la catástrofe si no desmontamos antes el imaginario que nos ha hecho creer que el crecimiento económico es el único futuro posible. Lo urgente es atreverse a pensar que sí hay alternativas. Lo importante es volver a preguntarnos qué significa vivir bien. Y en esa pregunta, la espiritualidad, entendida como apertura a lo común, al otro, al mundo como misterio y no como recurso, es condición necesaria para imaginar otros futuros.
No se trata de añorar un pasado idealizado, sino de comprender que no hay progreso sin límite, que no hay bienestar sin cuidado, que no hay futuro sin comunidad. El desafío es salir de la rueda frenética del tener más para reencontrar, simplemente, el sentido de vivir.