Nacida en Seúl en 1984, Hana Choi pertenece a una generación de artistas que transitan entre Oriente y Occidente, entre la herencia espiritual asiática y la introspección psicológica de la modernidad occidental.
Su obra, marcada por un profundo diálogo entre filosofía, psicoanálisis y estética, busca revelar lo invisible: aquello que ocurre en los pliegues del pensamiento, en los márgenes del lenguaje y de la forma.
Formada en Bellas Artes en la Hongik University y más tarde en Berlín, Choi desarrolla una práctica pictórica que oscila entre la precisión gestual y la disolución de la figura.
En sus lienzos, la materia, óleo, acrílico, pigmentos naturales, arenas y fragmentos de papel de arroz— se comporta como un organismo vivo: se expande, se retrae, se agrieta. Cada capa parece registrar un instante de conciencia, una huella del paso del tiempo.
En el corazón de su práctica está el deseo de visualizar el proceso de desintegración del yo, no como un gesto de pérdida, sino como un acto de liberación. Choi explora la idea de que el yo no es un núcleo sólido, sino una constelación de experiencias, emociones y recuerdos que se transforman constantemente.
Su obra bebe del surrealismo, en particular de la carga onírica de Leonora Carrington o Remedios Varo, pero se distancia de lo narrativo para adentrarse en lo sensorial.
En lugar de representar sueños, Choi parece pintar la textura del pensamiento. Cada cuadro es un espacio mental, un paisaje interior donde las imágenes se pliegan sobre sí mismas, dialogando con lo inefable.
Las influencias filosóficas de Hannah Arendt y Friedrich Nietzsche atraviesan su discurso: de Arendt, adopta la reflexión sobre la condición humana y la fragilidad del significado; de Nietzsche, la idea del yo como devenir y de la creación como un acto afirmativo frente al vacío.
Desde el psicoanálisis freudiano, Choi encuentra en la pintura un método para hacer visible el inconsciente, un modo de traer a la superficie lo reprimido o lo innombrable.
En sus palabras, “pintar es recordar sin saber exactamente qué se recuerda”. Esa tensión entre la claridad y la disolución, entre la memoria y la materia, constituye el núcleo de su trabajo.
“Visualizando la desintegración del yo” no solo alude a un proceso psicológico, sino también a una estrategia estética: la descomposición de la imagen como metáfora de la imposibilidad de poseer un sentido único.
En su universo, cada mancha, cada grieta, cada vacío tiene peso simbólico. Allí donde el yo se deshace, surge una nueva forma de existencia, más ambigua, pero también más verdadera.