En Argentina, la mesa siempre fue mucho más que un lugar donde alimentarse: es un escenario donde se juega la identidad, la memoria y, muchas veces, la supervivencia. A lo largo de nuestra historia, cada crisis económica nos obligó a replantear el modo en que comemos y de ese ejercicio nacieron costumbres que hoy forman parte de nuestro patrimonio cultural. Me animaría a llamarlo “adaptación alimentaria”.

Como nutricionista y master en salud global, creo que mirar la alimentación desde la perspectiva histórica y social nos ayuda a entender que “comer bien” no depende solo del acceso a alimentos o productos – acceso geográfico y económico – o seguir dietas de moda, sino de la capacidad de cada comunidad para adaptarse, reinventar recetas y encontrar formas de sostener la salud incluso en la adversidad.

 

 

Ingenio en la historia de la cocina argentina

Durante la inmigración europea miles de familias llegaban con pocos recursos y una necesidad urgente: alimentar a muchos con poco. Allí aparecieron las comidas de olla, los guisos espesos con granos, legumbres y cortes baratos de carne. La polenta, por ejemplo, se convirtió en símbolo de austeridad, pero también de nutrición básica, gracias a su aporte energético y su combinación con quesos o salsas sencillas.

En la década del 30, con la crisis mundial, la cocina casera argentina reforzó el ingenio: pan rallado para estirar las milanesas, fainá para acompañar la pizza y saciar más rápido, sopas con verduras de estación. La creatividad era un recurso tanto como los alimentos. A veces pienso en esas mujeres madres que no solo aprovechaban todo del alimento, sino que también evitaban el desperdicio y aparecían las compotas de frutas, las frutas cocidas al horno, las mermeladas, eran verdaderas recicladoras de alimentos.

Ya en los años 80 y 90, con la inflación y luego el desempleo, resurgieron los clubes de trueque, las huertas comunitarias, las ferias y los comedores y merenderos barriales. Allí, las recetas de bajo costo se multiplicaron y demostraron que la cocina colectiva alimentaba personas, fortalecía lazos sociales – cooperación alimentaria por que no hay mayor injusticia que el hambre del otro.

 

Comer bien no es comer caro

Hoy desafortunadamente seguimos enfrentando crisis económicas que impactan directamente en el acceso a los alimentos. Las frutas, verduras, carnes y lácteos —pilares de una dieta saludable— muchas veces resultan inaccesibles para gran parte de la población, por ejemplo, los quesos, son artículos de “lujo”. Sin embargo, la nutrición completa, suficiente, armónica no se mide solo en términos de gasto, sino en la capacidad de elegir y combinar de manera equilibrada lo que tenemos disponible.

Las legumbres como lentejas, garbanzos y porotos siguen siendo opciones económicas y altamente nutritivas, con proteínas vegetales, fibras y minerales que sostienen la salud. Los cereales integrales, las conservas caseras, el uso creativo de sobras (como croquetas de arroz o tortillas de verduras) son ejemplos de cómo el ingenio argentino permite transformar limitaciones en oportunidades. En mi práctica profesional suelo repetir: “comer bien no es comer más, ni comer caro; es comer mejor con lo que tenemos”. Esto implica rescatar técnicas como la cocción lenta para ablandar cortes duros de carne, el secado y la fermentación para conservar alimentos, el cultivo de hierbas aromáticas en macetas, balcones y patios, que dan sabor y micronutrientes sin gran inversión.

Nutrición y cultura: dos caras de la misma moneda

La alimentación no es solo un acto biológico: es cultural, no me canso de decir: “comemos lo que es culturalmente aceptado, lo que conocemos, lo que nos dieron desde niños”. Y en la cultura Argentina, la mesa se resignifica con cada crisis. Cuando los recursos escasean, la cocina se vuelve creativa, casi artística: recetas populares que nacieron de la necesidad, hoy son orgullo gastronómico, la pizza de molde con más pan que queso, las empanadas con rellenos de verduras o arroz, la sopa de huesos que se convierte en caldo nutritivo, purés de legumbres. Esta creatividad tiene un valor enorme: enseña que la salud puede sostenerse aun en escenarios difíciles. La clave está en la educación alimentaria y en difundir prácticas que permitan balancear los nutrientes con lo que está al alcance. Comer bien en tiempos de crisis es también un acto de soberanía cultural.

Mirada desde la salud global

Desde la perspectiva de la salud global, la crisis alimentaria en Argentina no es un hecho aislado. En todo el mundo, las desigualdades económicas condicionan la mesa de millones de personas. Pero también en todos los rincones surgen estrategias de resiliencia: cocinas comunitarias en África, fermentaciones caseras en Asia, sopas colectivas en Europa. Lo que distingue a la Argentina es la manera en que logramos transformar esa resiliencia en parte de nuestra identidad. Nuestros guisos, panes caseros y recetas populares no son recuerdos de épocas duras: son testimonios de cómo la cultura culinaria puede sostener la salud cuando el sistema falla.

Comer como acto de esperanza

Elegir alimentos km 0, productos de cercanía, legumbres locales en lugar de productos ultraprocesados importados, apoyar a productores regionales comprando en ferias, organizar compras comunitarias para abaratar costos: todo eso impacta en la salud de las personas y en la sostenibilidad del sistema alimentario. La nutrición, vista desde lo humano y lo cultural, nos invita a repensar la mesa no como un lugar de carencia, sino como un espacio de ingenio y de resistencia. Comer bien en la adversidad es afirmar que la salud no se negocia, que puede cuidarse con poco, que lo importante no es la abundancia sino la creatividad y el cuidado mutuo. Como nutricionista y como Argentina, creo que comer bien en tiempos de crisis es posible si recuperamos lo que siempre nos sostuvo: la creatividad, la comunidad y el respeto por la salud como un valor colectivo.

Por MSc. Maria Virginia Borga.